Teoría del proyecto

V-2011

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El siguiente escrito contiene las ideas principales de mi intervención en el Coloquio Internacional sobre el tema Theory and Project, desarrollado en Paris, en mayo de 2011. La similitud del título con el de la convocatoria no es casual: trata de señalar mi convicción de que la teoría no es algo que pueda separarse del proyecto como sugiere la conjunción, sino que aparece precisamente como consecuencia de cuestiones que el proyecto suscita, de modo que la preposición es más adecuada para vincular los dos conceptos objeto de la convocatoria.

Mi actividad principal es la de un arquitecto que proyecta. Recurro a la reflexión teórica solo cuando la práctica me plantea problemas que mi experiencia profesional no es capaz de resolver. Ese es el motivo por el que la teoría de la que voy a hablar es la "teoría del proyecto", no de otra.

Quisiera empezar mi intervención con algunas observaciones generales sobre la propia noción de teoría, núcleo central del coloquio, de modo que quede claro desde el principio cual es el marco de referencia de mis palabras. Cualquier punto de vista puede resultar razonable si se ajusta a un marco nocional coherente, por ello trataré -cuando menos- de esbozar la perspectiva desde la que contemplo la teoría y el proyecto de arquitectura.

Por una parte, existe una noción de teoría entendida como mera "práctica discursiva", es decir, como glosa personal sobre cualquier fenómeno o discurso; un comentario que se suele basar en la capacidad de razonamiento personal. Tal discurso -que suele tener un propósito más doctrinal que cognoscitivo- se valora, en la mayoría de los casos, por su consistencia intelectual. Su incidencia en la arquitectura es prácticamente nula.

La teoría así entendida se concibe por sus usuarios como una práctica especulativa autónoma, independiente de cualquier repercusión en la práctica del proyecto. Constituye el marco de referencia de la mayoría de profesores de las escuelas de arquitectura, habitualmente arquitectos que, bien sea por la escasez de demanda, bien por inclinación personal, han renunciado a proyectar y a menudo se proponen enseñar una práctica que desconocen del todo. Ese tipo de teoría se alimenta de ciertos tópicos de la "alta cultura" -vanguardia, ideología, lenguaje, disciplina, globalización- y se practica como una actividad autónoma, en el sentido de que se alimenta de sus propios argumentos. Suele abusar del argumento moral, acostumbra ignorar la dimensión estética y cualquier referencia a la historia es meramente costumbrista.

Por otra parte, como muestra la experiencia de la historia, hay otro modo de entender la teoría: aquel que la define como la tentativa de encontrar respuesta mediante la reflexión intelectual a aquellos problemas que plantea la práctica del proyecto y que no resuelve la experiencia profesional o el sentido común. En ese caso, la emergencia de la teoría presupone el haberse planteado una cuestión previa: la teoría es -desde ese punto de vista- un intento específico de explicar un fenómeno arquitectónico, de modo que la aclaración permita desencallar el proceso de proyecto.

No se trata de una simple glosa de otra idea o interpretación acerca de la arquitectura: de ningún modo puede considerarse una práctica autónoma, ya que solo se justifica por su capacidad para explicar una realidad que pertenece al dominio de los fenómenos observables.

Ese modo de entender la teoría es menos frecuente en el ámbito de la arquitectura, debido a la poca tendencia de los profesionales a reflexionar acerca del proyecto; una actitud que parece razonable, ya que la propia noción de profesional presupone la existencia de una serie de principios y criterios que dan sentido y estabilidad a la práctica.

En este punto, aparece otra acepción del término teoría: aquel que la entiende como un sistema de principios y criterios capaces de estabilizar una actividad práctica. Hay que observar, no obstante, que esta acepción de teoría es de naturaleza distinta de las anteriores, ya que se trataría del resultado sistemático de la conciencia adquirida por cualquiera de las dos vías a las que me acabo de referir: la autónoma y la explicativa.

En realidad, esta acepción de la teoría deriva de la extrapolación histórica de la idea de tradición: en efecto, el cúmulo de principios que al asumirse convencionalmente constituyen la tradición puede llegar a entenderse como la “teoría” de ese período histórico. Durante el clasicismo, los manualistas sistematizaban y registraban los principios y criterios de proyecto vigentes en la época, lo que constituyó una especie de teoría a la que los arquitectos solían recurrir para partir de lo mejor de la arquitectura conocida.

El escenario que describo es lo más alejado de la situación actual, caracterizada por una desorientación que dura ya cinco décadas, debida a la ausencia de las mínimas convenciones que permitan referirse a la profesión, si no es abusando del término.

A ese respecto, quiero señalar que la arquitectura es una de las pocas actividades del ser humano -las artes, en general, son las otras- que durante los últimos cincuenta años no ha generado un conocimiento acumulativo.

Tal situación -tanto más patológica, cuanto menos consciente- explica en gran parte la decadencia continuada y progresiva de la arquitectura del último medio siglo y convierte la práctica profesional en lo más parecido a una farsa: cuanto mas confusión entre principios y criterios, mas se insiste en una entelequia de existencia meramente virtual, a la que se ha dado el arrogante nombre de "disciplina". Tal situación convierte al profesional en un tipo inseguro pero "genial", abocado a la impostura, condenado a positivar el desconcierto.

Como he dicho, tanto por mi biografía como por mis intereses pertenezco a quienes se inscriben en la segunda acepción del término teoría: he dedicado mi vida -por partes iguales- a la práctica de la arquitectura, a la reflexión intelectual y a la enseñanza del proyecto, de modo que en mi caso la teoría ha sido un complemento necesario de la práctica del proyecto.

Esta singular circunstancia me ha propiciado un punto de vista peculiar, no se si mejor o peor que otros, pero -en cualquier caso- distinto del habitual: me ha permitido ver la arquitectura a la vez desde fuera y desde dentro; en otras palabras, me ha dado argumentos para superar el marasmo en que navega la práctica profesional desde hace medio siglo.

He publicado dos docenas de libros y alguna más de artículos en revistas especializadas: estoy convencido de que de poco me hubiera servido toda esa actividad teórica si no me hubiera cultivado mi mirada y -como consecuencia- aumentado mi competencia para proyectar.

 

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No puedo ocultar mi desilusión acerca del desarrollo de la teoría que he definido como "práctica discursiva" durante los últimos cincuenta años, sobre todo, durante los últimos treinta: más allá de su pobreza nocional, la irrelevancia de sus tópicos más recurrentes y la banalidad de sus argumentos, esa llamada "teoría" ha convertido su acción en una glosa incondicional de la progresiva decadencia de la arquitectura. Un comentario que legitima la banalidad y el descaro con que se ha intentado reemplazar una -a juicio de los críticos más miopes- "modernidad superada".

Ningún reparo a la sucesión de eslóganes con los que se ha tratado de reemplazar a la arquitectura moderna; ninguna objeción a la progresiva vulgaridad figurativa que ha acabado imponiéndose como "arquitectura del espectáculo"; ninguna crítica al despilfarro económico a que ha abocado la incompetencia técnica de ese mero producto inmobiliario que desde hace décadas ha tratado de suplantar a la arquitectura.

La principal dificultad teórica de la segunda mitad del siglo XX ha sido la definición de la identidad estética de la práctica de la arquitectura, sobre todo por el desconocimiento acerca del sentido estético de la arquitectura moderna. En vez de tratar de precisar los principios y criterios de la nueva arquitectura, la mayoría de teóricos y críticos han unido su empeño en descubrir doctrinas capaces de desplazarlos y substituirlos, argumentando su pérdida de actualidad y vigor.

No voy a perder un minuto en defender la absoluta vigencia de la arquitectura moderna: por una parte, porque lo llevo haciendo desde hace décadas, tanto en escritos como en las conferencias a que me lleva mi actividad docente, en el sentido más amplio del término; por otra parte, porque es un hecho verificable por la experiencia: la arquitectura actual que merece tal nombre muestra un intento evidente en establecer la continuidad con poscriterios formales modernos, aunque -justo es reconocerlo- no siempre con éxito, debido probablemente al declive visual a que han conducido varias décadas de una obsesión emblemática basada en una figuratividad infantiloide y banal.

No hace falta ser un experto para advertir desde la perspectiva actual que la modernidad artística -la arquitectónica, en particular- es la mayor revolución de la historia del arte en el dominio de la construcción de la forma. La ilusión de la rápida obsolescencia de la modernidad es una consecuencia directa de la ignorancia de su auténtica naturaleza y, por tanto, de su sentido estético: la banalidad de las doctrinillas que se han propuesto para reemplazar a la arquitectura moderna demuestran lo generalizado de una actitud que menosprecia su trascendencia en la historia de la arquitectura.

Para resumir mi punto de vista acerca del cambio real que provocó la emergencia de la idea moderna de forma arquitectónica, propongo una analogía que puede ilustrar la cuestión. Supongamos que se identifica el clasicismo arquitectónico con la práctica del futbol tal como se conoce: unas reglas definidas y precisas que conocen tanto los contendientes como el árbitro y los espectadores; un terreno de juego rectangular cuyas dimensiones están asimismo reguladas: su eventual variación debe respetar unos márgenes muy reducidos que hacen irrelevante la diferencia para el caso que comento; esa área está culminada por sendas porterías situadas en el centro de los lados menores del rectángulo.

Los cambios operados por la arquitectura moderna equivalen a los siguientes cambios en el ejemplo que propongo: las reglas dejan de ser previas y universales para ser acordadas entre los contendientes y el público, sin ignorar -claro está- al árbitro que supervisa el juego: en una palabra, las normas pasan a ser subjetivas y universales, es decir, propuestas en cada caso con la “esperanza” de que sean reconocidas por todos los sujetos implicados en el juego; la variación en la naturaleza de las reglas propicia un aumento de la superficie del terreno de juego, lo que hace inabordable la visión de la totalidad desde ciertas zonas del mismo; las porterías, en cambio, mantienen tanto sus dimensiones como su posición en el centro del lado menor de la cancha. Es obvio señalar que el objetivo de introducir el balón en la portería contraria permanece inalterado.

Muchos arquitectos que alcanzaron su madurez profesional a mediados de los años cincuenta del siglo XX -sobre todo, los mas atentos y cuidadosos- percibieron muy pronto las modificaciones en el juego y adaptaron sus hábitos de proyecto a la nueva situación, convencidos de que a pesar de los cambios impuestos por las nuevas condiciones la esencia del juego permanece inalterada. De ese modo, asumiendo su nuevo papel en la concepción del proyecto y los nuevos criterios de forma que propone la modernidad, produjeron una arquitectura de gran calidad, que se dio en denominar Estilo Internacional; una arquitectura denostada por ciertos sectores de la crítica, pero reconocida y -casi diría- venerada medio siglo después.

Estos arquitectos desconocían en su gran mayoría el sentido estético de lo que hacían, pero sabían hacerlo, gracias a disponer de un notable sentido de la forma que les había propiciado su formación clasicista, lo que determinaba una visualidad cultivada, capaz de “entender” los criterios constructivos -materiales y formales- de la nueva arquitectura.

La mayoría de los teóricos y críticos, en cambio, creyeron que con el cambio había desaparecido la propia noción de terreno de juego, consecuencia de no ser capaces de apreciar las líneas que ahora lo delimitan. Al no existir ya unas reglas previas, en adelante, cualquier cosa iba a ser posible, sin límites normativos ni espaciales: la arquitectura moderna sería una mera práctica de la arbitrariedad sin otro objetivo que un deseo compulsivo de “originalidad”. Una originalidad entendida en su acepción más banal, aquella que en vez de relacionarla con la identidad del objeto la vincula con la sorpresa que provoca en un espectador desorientado y adiestrado para consentir.

Con una noción de modernidad tan candorosa, no es de extrañar que los teóricos y críticos tuvieran dificultades a la hora de identificar su sentido estético y -por tanto- su trascendencia histórica: así, la transparencia neutral de la forma moderna a la función y la técnica se convirtió pronto en el tópico interpretativo de la modernidad arquitectónica. La creencia generalizada de que el arte “expresa los valores de la sociedad en que se da” completó el ámbito intelectual en el que se movía la media docena de manuales que trataron de dar cuenta de la nueva arquitectura.

La transparencia a la función y la técnica a que me acabo de referir determinó un estilo “rígido y distante” -a juicio de los objetores-, basado en una idea de forma mecánica calificada de “mecánica” (W. C. Behrendt, Modern Building, 1938), absolutamente inapropiada -en su opinión- para servir de escenario a la vida humana. Esta flagrante paradoja -la supeditación de la forma moderna al uso y la técnica, provocaría frialdad e insatisfacción-, que está en la base de la crítica más extendida a la arquitectura moderna, da muestra de la desorientación con que la mayoría de los teóricos y críticos afrontaron su propósito de explicar el sentido de la nueva arquitectura.

En realidad, la única cualidad que reconocieron a la arquitectura moderna es su fundamento provisional, es decir, su destino de ser “eternamente nueva”: su irremediable tendencia reproducir con una secuencia prácticamente decenal unos cambios similares en sentido estético y apariencia a los que la modernidad había supuesto para el clasicismo, del que tomo el testigo histórico. Tal proceso de sustitución constante -confiado a la capacidad innovadora de meras ocurrencias, en ocasiones de simples conjeturas- ha animado la “era posmoderna” en cuyo marco se ha desarrollado la arquitectura durante los últimos cincuenta años.

 

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No hace falta insistir en la distancia que me separa de esa noción de teoría: como se ha visto, las reflexiones que me han ocupado a lo largo de las ultimas décadas han sido estimuladas siempre por el proyecto. Entre las cuestiones que han centrado mi interés, adquiere una importancia especial la identidad estética de mi tiempo, es decir, el sistema de principios y criterios que enmarcan la práctica del proyecto y, por tanto, configuran los valores de la obra que han de ser reconocidos en el juicio estético de la misma.

Después de publicar mi Arquitectura de las neo-vanguardias (1983), ensayo centrado en la arquitectura y planteamientos de R. Venturi, A. Rossi y P.Eisenmann, así como de sus respectivos ámbitos intelectuales, centré mi interés en conocer las bases de la arquitectura moderna como trámite inevitable para conocer su eventual vigencia. Colin Rowe concluye su introducción a Five Architects (Wittenborn, 1972), en la que sale al paso del “escándalo” que había supuesto en algunas conciencias ligeras -dotadas de sensibilidades volátiles- la recuperación de cierto estilismo moderno por parte de los Five, señalando que hay acontecimientos en el mundo del arte y de la arquitectura que superan el arco temporal de una vida.

He de reconocer que la observación de Colin Rowe fue para mí un argumento de autoridad que me afianzó una convicción que venía ya de lejos: en efecto, había intuido desde muy joven que la aportación estética de la arquitectura moderna es de tal magnitud que iba a ser difícil superarla con simples conjeturas o meras propuestas bien intencionadas.

Por primera vez en la historia el sujeto asume la responsabilidad de la concepción sin disminuir un ápice la exigencia e sistematicidad del objeto: en otras palabras, la arquitectura sigue siendo un modo de afrontar un problema particular desde una perspectiva sistemática, pero desde la óptica moderna el sistema no es una convención previa al proyecto, como ocurría con la tipología y los órdenes en el clasicismo, sino que es la condición de posibilidad de la forma que ha e alcanzarse en cada caso a través el proyecto. Aunque fuera desde el mero punto de vista estadístico, era improbable que si el clasicismo había extendido su vigencia a lo largo de más de cuatreo siglos, la modernidad -que era su superación histórica- agotase vu validez en un par de décadas.

Es característico de mi planteamiento -en eso coincido también con Colin Rowe- el hecho de que mi análisis de la modernidad se ha basado en la observación atenta de los edificios modernos, en vez de centrar mi interés en los textos considerados fundamentales de la modernidad. En realidad, he invertido el conocido lamento de Reiner Banham - que viene a ser algo así como que “es una lástima que los arquitectos modernos no hayan hecho lo que decían”-: me he interesado siempre por lo que proyectaron los arquitectos modernos, más allá de sus palabras, claramente accesorias respecto de su arquitectura. Afortunadamente, los arquitectos modernos hablaron lo justo y si lo hicieron, generalmente, era para legitimar su arquitectura y a menudo para conseguir nuevos encargos; su prestigio se debe -sin lugar a dudas- a sus obras, no a sus palabras.

Mi posición se debe a mi convencimiento sobre el carácter esencialmente visual del juicio estético, en otras palabras, a mi convicción de que el reconocimiento de los valores estéticos de la arquitectura es un proceso intelectual, aunque estimulado por la experiencia visual de las obras, no por el uso de conceptos racionales. Así, el eclipse de las cualidades visuales de la arquitectura es fruto del conceptualismo que ha dominado la práctica del proyecto durante de los últimos cuarenta años.

Este conceptualismo, por una parte, propicia la banalidad artística y, por otra, se basa en una aberración estética: reducir el valor estético de la obra a la facilidad de describirla en términos de "ideas" o "conceptos" -generalmente, simples conjeturas o anécdotas- obviando el reconocimiento de cualidades formales a través de la experiencia visual, transgrede las propias bases de la arquitectura y del arte, en general.

 

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La experiencia de los edificios modernos revela que son el resultado de cambios importantes, tanto en el rol del arquitecto como en los criterios formales que utiliza.

Por una parte, los arquitectos modernos rechazan la autoridad del tipo clasicista y plantean el proyecto como un problema de concepción, si bien esta situación excepcional se refiere al proceso de consolidación de la modernidad como un sistema estético genuino y consistente. Es evidente que el rechazo del tipo es una actitud coyuntural: cuando se va desarrollando el sistema, la propia experiencia instituye arquetipos formales que tienen un cometido similar a los tipos clasicistas, de modo que la innovación compulsiva deja de ser un objetivo del proyecto para convertirse en una alienación de los criterios del mismo. Es obvio que la modernidad bien entendida no rechaza la experiencia de las obras ejemplares, ni prohíbe insistir sobre determinadas configuraciones que han llegado a ser arquetípicas.

Por otra parte, algunos criterios de forma sustituyen los de la tradición clasicista: así, la igualdad es reemplazada por la equivalencia; la simetría, por el equilibrio; la idea clásica de unidad por la noción moderna de identidad formal. Este hecho pone en circulación una nueva idea de forma, no ya entendida de modo similar a la figura o la apariencia, sino concebida como manifestación sensitiva de la configuración interna de las cosas.

Desde esta perspectiva, la idea de estilo pierde importancia frente a la de consistencia formal. Es evidente que hay cierta continuidad entre diferentes edificios modernos en términos de repertorio de elementos básicos, pero centrar en ello la crítica a la modernidad es una prueba de insensibilidad y de miopía estética. Naturalmente la arquitectura moderna -en tanto que apoyada en un sistema estético bien fundado- tiende a la estabilidad como sistema de principios teóricos y criterios operativos, pero esto es precisamente lo que garantiza la elasticidad en su uso y la variedad de sus productos.

En definitiva, la arquitectura moderna siguió un proceso de consolidación similar al de otros sistemas arquitectónicos, con la diferencia esencial del distinto rol del arquitecto: la base sistemática que la tipología y los órdenes clásicos garantizan a la arquitectura clasicista debe conseguirse en la arquitectura moderna de otros modos. Entonces, la condición sistemática de la arquitectura -como la de todas las prácticas artísticas- es en la arquitectura moderna un objetivo, no un presupuesto inicial, como ocurría en el clasicismo.

Naturalmente, la arquitectura moderna no arranca de un nivel óptimo y va declinando progresivamente por efecto de la imitación y reproducción estilística, como los críticos más ligeros repiten, sino que empieza llena de dudas y vacilaciones, y adquiere su nivel mas maduro de concreción y calidad a final de los años cincuenta del siglo XX, como nadie negaría en la actualidad.

 

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Esta referencia breve y esquemática a mis convicciones teóricas sobre la arquitectura es el marco de referencia de algunos axiomas que quiero proponerles. Unos axiomas que son el resultado de cincuenta años de práctica de la arquitectura dedicados con intensidad similar -como dije antes- al proyecto, a la reflexión y a la docencia.

Axiomas porque no necesitan argumentación: no son la consecuencia de una conclusión teórica, sino el resultado de mi experiencia arquitectónica, es decir, en la reflexión, en el proyecto y en la docencia.

 

A/ La arquitectura es la representación de la construcción. Construcción esta tomado aquí en un doble sentido: material y formal. En realidad, la arquitectura contempla la lógica de la construcción material como una perspectiva sistemática que trasciende las puras normas técnicas. Una perspectiva que se basa en la consideración de una lógica distinta, compatible con la de la técnica, pero irreducible a ella: la lógica de la construcción de la forma como un todo.

Construcción material y construcción formal son, así, las dos caras de la actividad constructiva, es decir, ordenar y conjuntar realidades materiales y visuales. El proyecto arquitectónico ordena y enlaza elementos físicos que el espectador aprecia como realidades visuales, dotadas de sentido y consistencia, es decir, que no son indiferentes al ámbito físico y cultural en el que emergen, por una parte, y están vertebradas por relaciones de finalidad precisas y estables, por otra parte.

La manifestación visual de la tensión entre esas dos lógicas constructivas que convergen en la obra arquitectónica define su cualidad formal. Una cualidad que tiene que ver con su identidad como objeto genuino. Una identidad que solo es accesible a través de la visión. El reconocimiento de la serie de cualidades que caracteriza la identidad de la obra arquitectónica es una experiencia subjetiva que culmina en el juicio estético. Este tipo de juicio no es una simple decisión o veredicto -como los juicios que tienen como propósito la aplicación de la ley- sino el reconocimiento de valores específicos de la obra considerada en relación con valores universales del sistema arquitectónico en que se enmarca.

B/ La actividad ordenadora del arquitecto actúa por medio de juicios estéticos que reconocen cualidades formales, identificando esos atributos mediante de la visión, no a través de conceptos. Todo ello en un proceso que naturalmente concierne al intelecto: al principio, en la elaboración de categorías que orientan la visión del arquitecto; después, en la interacción con la vista para reconocer los atributos formales de la obra considerada. Un proceso que -por el contrario- no empieza por el concepto, como es habitual leer en los discursos teóricos y críticos: el proceso va de la visión a la razón, no desde la razón a la forma.

No es posible continuar creyendo que la intelección visual de la arquitectura -del arte, en general- excluye la razón: ese error teórico produce una regresión hasta antes de Immanuel Kant, cuando estaba generalizada la creencia de que el conocimiento era posible, o bien, solo con la razón, o bien, solo a través de la experiencia de los sentidos. Después de Kant es sabido que todo conocimiento es producido por la experiencia, pero que no hay experiencia sin la existencia previa de categorías de naturaleza racional.

La fortuna que alcanzó el uso de conceptos como estímulos para el proyecto y, a la vez, como criterio de evaluación del resultado está directamente relacionada con el abandono de los criterios visuales de la arquitectura moderna sin la existencia de un sistema estético alternativo. He señalado antes que el juicio estético -que actúa sobre el material sensitivo producido por la mirada- es un paso indispensable tanto en la concepción como en la experiencia de la arquitectura. Reducir tal experiencia a la comprobación de la respuesta de la obra a un concepto, que generalmente es la narración de una anécdota arbitraria y banal, es una patología evidente que conduce la experiencia de la arquitectura a una práctica recreativa. 

C/ La forma es la manifestación sensitiva de la configuración interna de la obra. La forma no puede reducirse a la figura i la imagen, como habitualmente se hace: la forma -en el sentido en que se usa en arte- es un concepto estético relacionado con la capacidad del sujeto -tanto del autor de la obra, como del espectador de la misma- de reconocer a través de la visión la configuración esencial de la obra de arte: un árbol no tiene forma; la forma es la característica básica de la representación que hace el pintor de ese árbol. Sabemos si ese cuadro es realmente una obra de arte si, además de captar y representar determinadas características de “ese árbol concreto”, el cuadro representa algún atributo del “árbol, en general”.

La confusión entre la forma y la figura, en que la crítica ligera incurre habitualmente, ha conducido la arquitectura al campo de la figuración y la imaginación, abandonando su condición esencial de actividad centrada en la construcción visual de nuevos objetos o universos urbanos, como representación de sus respectivas realidades materiales. Una condición esencial ordenadora que se opone frontalmente a las imaginaciones y fantasías d ciertas arquitecturas que parecen sacadas de una pesadilla. La forma es, pues, una entidad visual y subjetiva que no puede ser confundida ni con la inmediatez de la figura -imagen directa de la realidad- ni con la metafísica de unos conceptos inaccesibles a los sentidos.

La idea artística de forma puede entenderse como un sistema de relaciones que reconoce el espectador en la obra que le permite tener acceso a su constitución básica. Unas relaciones que identifican la obra, pero no por su apariencia, sino por la trascendencia visual de su constitución íntima.

En este punto aparece uno de los conceptos básicos de la arquitectura de todos los tiempos: la identidad. Una identidad que en la arquitectura clasicista estaba garantizada por la consistencia formal y la plausibilidad social del tipo: el proceso de proyecto llevaba a cabo la transición desde la identidad genérica del tipo a la identidad específica del edificio. En la arquitectura moderna, n cambio, la identidad no está garantizada por ninguna instancia previa, sino que debe adquirirse a través del proceso de construcción formal basado en criterios que aspiran a la universalidad, pero de modo que el orden del objeto debe asumir las condiciones y requisitos económicos, técnicos, sociales y funcionales que afectan a la obra arquitectónica.

D/ La materia prima de la arquitectura es la arquitectura misma, de modo que los arquitectos no se nutren de ideas, como muchos críticos y la mayoría de arquitectos han creído durante cincuenta años: un arquitecto no es un “constructor de conceptos”, como se suele leer las revistas de arquitectura. La creencia perversa según la cual la arquitectura puede ser reinventada cada día, o mejor, la posibilidad de renunciar a la experiencia está en el origen de la patología que comento.

En cambio, la experiencia de la historia y el sentido común corroboran mi axioma: la arquitectura existente no solo ofrece elementos concretos que podemos utilizar en el proyecto, sino que -sobre todo- sugiere criterios de orden que pueden estar en la base de resultados actuales totalmente distintos de la arquitectura de referencia.

No solo en arquitectura, sino en otras artes, la noción de material es un elemento esencial de la concepción y elaboración den sus obras: en música, donde la naturaleza abstracta d su substancia aumenta su disciplina formal, es frecuente que una nueva composición tome como puntote partida materiales de otros autores -o del mismo, procedentes de obras anteriores-, lo que no crea ninguna duda sobre la identidad, originalidad y autoría de la nueva composición. El Concierto para cuatro claves, de J. S. Bach es una escrupulosa transcripción del Concierto para cuatro violines de A. Vivaldi: su calidad y originalidad no ha sido discutida jamás, y nadie ha dudado nunca de la autoria del Cantor de Leipzig.

E/ La competencia para proyectar puede adquirirse -sobre todo- re-construyendo obras de arquitectura ejemplares. De un modo análogo a lo que sucede en pintura o literatura, para mencionar solo dos prácticas artísticas bien distintas entre si. No creo que sea necesario argumentar algo que es evidente, ya que no solo es razonable, sino que está avalado por la experiencia de más de treinta siglos de historia de la arquitectura.

La “enseñanza creativa” -uso un enunciado ridículo para describir la enseñanza de proyectos habitual- ha mostrado sobradamente la inconsistencia de su principio esencial: “el papel en blanco” es la frase preferida por los “profesores creativos” y la propia creencia en la verdad de ese enunciado es una muestra de su incultura e irresponsabilidad. Ello supone creer que la capacidad para ordenar el mundo físico es una habilidad innata del ser humano: en realidad, el rechazo de la experiencia que significa partir e un “papel en blanco” -sin antecedentes, ni historia- supone contar con una capacidad original para ordenar y construir el espacio habitable.

Naturalmente, en ese tipo de enseñanza, el criterio de calidad es conceptual, o mejor, ese criterio desaparece porque la auténtica idea e calidad es reemplazada por el mito comercial de la innovación.

 

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Estos cinco axiomas están -como ven- estrechamente relacionados: cualquier comentario sobre uno de ellos concierne necesariamente a los restantes. De hecho, todos ellos tienen que ver con los asuntos esenciales que rodean la práctica del proyecto y la enseñanza del mismo. Responden algunas cuestiones que yo mismo me he planteado hace mucho tiempo, ya que ni las “teorías” habituales ni las convenciones del sentido común habían sido capaces de responder. Unas cuestiones que son absolutamente relevantes para abordar el proyecto de arquitectura con conciencia de mi propia actividad y sentido de la historia.

He dicho al principio que estas sentencias, precisamente por su carácter axiomático, no necesitan demostración, ya que son producto de la experiencia, de mi experiencia. En ese sentido, mi discurso es teoría en sentido fuerte, según la idea de teoría que he definido más arriba: la teoría no es buena o mala, sino que solo puede ser verificada por su capacidad para explicar algún fenómeno mejor que otros intentos teóricos que lo han intentado anteriormente.

La esperanza de que esta teoría ayude a los demás depende de la medida en que mis respuestas conciernan a problemas universales que han podido plantearse los otros, arquitectos o no, que intentan tener una autentica experiencia arquitectónica, o mejor, que tratan de adquirir criterios de juicio para reconocer los valores auténticos de la arquitectura auténtica y, en ese momento, sentir el placer que proporciona la experiencia del arte.

 

V-2011

 

 

 

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