Arquitectura de la ciudad moderna
Quien dude de la decadencia continuada de la práctica de la arquitectura, no tiene más que dar una ojeada a su ciudad desde alguno de los programas que permiten ver la tierra desde el aire. En el caso de que la visión sea vertical, comprobará sobre todo la desorganización de la trama; si la vista es oblicua, podrá comprobar la banalidad de los edificios –la torpeza, en muchos casos– que componen el panorama.
Digo decadencia –no meras crisis–, porque la crisis presagia un cambio, lo que no parece ser el caso de la situación actual: parecería que el empeño fundamental del presente es el de cambiar cada poco para disimular el declive, dando por sentado que el crepúsculo del proyecto es una condición congénita de la contemporaneidad.
Un retroceso que se apoya en el eclipse de la propia noción de arquitectura: en una exhibición de amnesia histórica, los nuevos arquitectos dimiten de su cometido tradicional de ordenar, para asumir –con un escepticismo entusiasta– un empeño obstinado en sorprender. La sorpresa que persiguen nada tiene que ver con la novedad real a la que da lugar el cambio auténtico, sino que se reduce al mero impacto de lo insólito en las conciencias de un público tan desconcertado como indefenso.
El irresponsable abandono de la tradición moderna que se consumó alrededor de mil novecientos sesenta abrió las puertas a alternativas insustanciales, que basaban su banalidad en la ausencia de un sistema coherente y bien fundado con que medirse. Así, se llegó a la situación actual en la que la arquitectura es una de las pocas actividades humanas que no dispone de un saber acumulado sobre el que apoyar la práctica. En estas condiciones, no debe sorprender, por tanto, la mediocridad –por ser amable– de gran parte de la arquitectura contemporánea.
Una de las principales falsedades sobre las que construyó la idea banal de modernidad –aquella que ha alcanzado mayor fortuna entre arquitectos y no arquitectos– es la proclamación axiomática de que la arquitectura moderna produjo a lo sumo algunos edificios interesantes, pero fracasó rotundamente, al abordar el proyecto de la ciudad. Tan perspicaz observación es propia de espíritus atolondrados e insensibles.
Atolondrados, porque actúan con una idea convencional de ciudad hecha de manzanas calles y plazas. Calzadas, por donde circulan automóviles, y aceras, por donde se abren paso las personas. Plazas para los festejos y celebraciones. En definitiva, una ciudad concebida como una gran masa compacta, solo abierta por las mínimas vías que permiten acceder a los espacios y circular.
El valor máximo de tal idea de ciudad se aproxima al pintoresquismo con que los folletos turísticos proponen ver en ciudades históricas y modernas. En realidad, el horizonte de tal noción de lo urbano no vas más allá de un pastiche actual de la ciudad histórica, aderezado por sentimientos equívocos.
Insensibles, porque su resolutiva mirada no se para a considerar la cantidad de sectores urbanos que a mediados del siglo XX ofrecieron una idea moderna de ciudad, es decir, una ciudad no limitada a la coexistencia tensa de residencia y circulación, sino que contempla una diversidad de espacios ordenados con criterios de forma consistente; una ciudad que responde a una vida más plena y diversa.
Esta ciudad no supone una alternativa de los centros urbanos y los ensanches tradicionales –en la medida en que responde a otro tiempo– sino que constituye la continuación y el complemento histórico de los mismos. Una ciudad que arranca de las primeras propuestas de Le Coirbusier y Hilberseimer, pero alcanza cotas de notable sistematicidad y calidad en las propuestas de Van den Broek & Bakema, para culminar en el Federal Center de Chicago, de Mies van der Rohe: espacio urbano de referencia, si hubiera que citar solo uno.
La arquitectura moderna no tan solo no fracasa ante la ciudad, sino que es precisamente en el ámbito urbano donde encuentra el marco idóneo para sus construcciones: la noción de forma basada en las relaciones de posición entre los objetos –no ya en los atributos figurativos de los mismos– se colma en la ciudad, por cuanto la variedad de elementos y la escala de la intervención propicia la culminación de sus valores. La repetición, el desplazamiento y la variación son las operaciones constructivas básicas del desarrollo musical y el proyecto de arquitectura se basa en mecanismos análogos, que en el ámbito urbano encuentran el lugar idóneo para desplegarse.
Por otra parte, la relativización del límite del edificio, a que conduce la continuidad espacial característica de la modernidad, modifica de modo sustancial la experiencia y –por tanto– la concepción del espacio urbano. Este fenómeno da lugar a una ciudad nueva y coherente, que atiende las condiciones de la convivencia actual, como la arquitectura moderna atiende los de la habitabilidad doméstica.
La misma idea de relación supone –por otra parte– una ampliación definitiva del horizonte de la forma respecto de sus correlatos en el orden clasicista: la axialidad y la jerarquía. La simetría clasicista es remplazada, así, por el equilibrio moderno, conseguido mediante compensaciones y correspondencias entre entidades equivalentes, ya no simplemente iguales. Este nuevo modo de alcanzar la coherencia, sin incurrir en la axialidad sistemática, ha tenido una influencia definitiva en los criterios de forma de la ciudad moderna.
De todos modos, más allá de estas consideraciones estéticas e históricas, el auge progresivo del neoliberalismo –tanto en economía, como en estética– ha determinado el abandono de cualquier idea de proyecto, más allá del ámbito de la empresa individual orientada al mero beneficio. La ordenación urbana se ha convertido en una pantomima administrativa, sin otro objetivo que expresar cierta “equidad” en el reparto del territorio edificable.
En manos de simples técnicos de gestión –cualquiera que sea la profesión que acredite su documento de identidad–, hace más de cincuenta años que la ciudad no se proyecta: simplemente, se extrapola, en el sentido más directo. La idea de forma consistente ha desaparecido del universo de los urbanistas, por otra parte, enfrascados en la necesaria discusión sobre modelos de crecimiento; una discusión fundamental pero que no desciende a los aspectos concretos de la forma, aquellos que van a determinar la experiencia visual del espacio urbano.
Así, la ciudad crece y se transforma sin que nadie se responsabilice de su aspecto final. En natural que la idea de calidad urbana acabe confiándose al relumbrón de unos cuantos “edificios emblemáticos” que pondrán la guinda populista a unas ciudades que rivalizan en vulgaridad y se aproximan –cada vez más– a los parques temáticos de más éxito.
Como ocurre con la arquitectura, jamás se habían dado –en el ámbito del conocimiento y de los medios de todo tipo– condiciones tan favorables como en la actualidad para proyectar y construir las mejores ciudades de la historia: los programas de visualización de la tierra desde el aire –sea con visión vertical u oblicua– permiten adquirir una conciencia visual de la ciudad que trasciende la mera experiencia de sus habitantes. Los programas de construcción de modelos virtuales permiten tener conciencia visual de los espacios urbanos, aún en fase de proyecto: si el dibujo permite verificar la “idea” –es decir la virtualidad visual del concepto–, lo que solo constituye un estado previo al proyecto, el modelo permite contrastar el objeto, propósito ultimo de la actividad ordenadora. Con un grado de fidelidad analógica prácticamente ilimitado, tales programas permiten verificar visualmente lo proyectado y liberarse, así, de suposiciones y esperanzas.
Las condiciones favorables a que me refiero suponen adoptar un punto de vista que exige recuperar la visualidad como dimensión relevante de la ciudad: parafraseando a lo que señaló Mies van der Rohe, a propósito de la arquitectura, “la forma no es el objetivo de la construcción de la ciudad, sino su consecuencia inevitable”. No considero, por tanto, que la consistencia formal –el interés visual de sus espacios– sea el problema esencial de la ciudad, como no creo que sea ningún otro aspecto de los que concurren en la misma. Estoy convencido de que en la construcción de la ciudad intervienen varios y diversos factores, pero solo la consideración formal permite prever un universo estructurado que los contenga y equilibre.
Los proyectos de ordenación urbana que se muestran, parten de la convicción de que la arquitectura solo adquiere sentido auténtico en el marco de la ciudad en la que aparece: solo se puede entender el ensimismamiento del edificio en el marco del declive continuado de los valores del orden en la configuración de los escenarios de la ciudad contemporánea.
Si la arquitectura es “la representación de la construcción”, y construir es “ordenar y enlazar”, la ciudad es el marco genuino de la arquitectura: ningún programa arquitectónico bien formulado puede obviar su situación en la ciudad y ningún plan de ordenación urbana solvente y responsable puede ignorar la arquitectura de los edificios que lo constituyen. Representar significa dar entidad visual a un artefacto, cuya lógica productiva por si sola no la garantiza: la tarea del arquitecto se centra precisamente en esa “re–presentación”, como mediación del sujeto entre los datos y la propuesta. La naturaleza de tal mediación ha cambiado de perspectiva a lo largo de la historia, sin que jamás se haya cuestionado la propia naturaleza de la intervención. Ha habido que esperar a las últimas décadas del siglo XX para que el arquitecto dimitiera de tal cometido y asumiera el papel de mero ilustrador de unas ciudades que se engalanan solo para disimular su vertiginoso declive.
No hace falta insistir en que los criterios que han servido para ordenar los distintos sectores son idénticos de los que han servido para proyectar los elementos edificatorios de los que se parte: unos criterios que derivan del criterio moderno de la consistencia formal como equilibrio visual, libre de la composición jerárquica clasicista. En tanto que “manifestación visual de la estructura interna de un universo ordenado”, la forma arquitectónica no tiene escala: es la instancia sensitiva que testifica la constitución de lo vertebrado.
El grado de desarrollo de los diferentes aspectos de cada proyecto responde al distinto énfasis puesto en cada caso: jamás he querido recurrir al simulacro profesional, amparado en un realismo a ultranza, pero aún menos querría caer incurrir en las licencias figurativas del ilustrador o del publicista.
He recorrido al render parta verificar el efecto de la radiosidad luminosa, cuando incide de manera esencial en la cualidad del proyecto. Uso recursos que confieren realismo –personajes, árboles, automóviles– cuando es estrictamente necesario para aproximar el espacio virtual a la que provocaría la experiencia directa de la realidad material.
No creo que haya que insistir en que se trata de propuestas de ordenación que obvian algunos datos y condiciones que eventualmente introduciría un programa real. De todos modos, he tratado de ser fiel, en todo momento, a la experiencia y el sentido común, con la convicción que difícilmente la realidad invalidaría los aspectos esenciales de las propuestas. Estoy convencido de que –por el contrario–, en muchos casos, la mediocridad de las soluciones reales está directamente relacionada con la desorientación y los caprichos a que suele conducir de los encargados de establecer los programas en que se basan encargos o concursos.
Quiero señalar también que el proyecto no ha sido una operación distinta del modelado –como es habitual– sino que se ha elaborado en tres dimensiones, a la vez que se concebía la propuesta. Me interesa señalar que ha sido realizado personalmente, sin otras colaboraciones que las de Julio Diarte y Roberto Rojas, que me han cedido los entornos urbanos y, en algunos casos, han insertado mis proyectos.
Quisiera –en este punto– reivindicar la autoría como uno de los valores perdidos en la arquitectura contemporánea: un valor que lo es, en tanto que propicia y contribuye a la identidad del proyecto. La idea de arquitectura como producto, fruto de un sistema análogo a la cadena de montaje, a la que se ven abocados las factorías de arquitectura mediática, propicia unos resultados que reflejan una incompetencia aumentada por la falta de autoría real, lo que probablemente no hace justicia a la capacidad real de sus líderes.
Por ultimo, quiero confesar que los proyectos que se muestran están realizados por y para la docencia: ningún propósito profesional ha determinado la elección de los temas o la adopción de los puntos de vista. La acción de la propia biografía arquitectónica ha determinado el énfasis con que se han abordado los distintos programas de proyecto. Naturalmente, la condición didáctica de estos trabajos no ha contribuido –como he señalado más arriba– a violentar la verosimilitud de la arquitectura o de la ciudad que construye: por el contrario, la exigencia de mantenerme dentro de los límites de la arquitectura y la responsabilidad de actuar en el marco de la historia me han hecho extremar la atención a las distintas condiciones –sociales, económicas y constructivas– que a lo largo de la historia han delimitado y determinado el campo de juego del arquitecto.
18-VI-2009
Subir