Arquitectura de la construcción actual

18-XI-2008

La construcción de edificios ha colmado de sentido –hasta hace unas décadas– la noción más general de construir: en efecto, la construcción arquitectónica ha sido, durante siglos, el referente de la actividad constructiva, en su sentido más amplio. Las acciones combinadas de ordenar y enlazar encontraron en la construcción arquitectónica el ámbito ejemplar para otras actividades formadoras, probablemente por la naturaleza sistemática de los procedimientos constructivos. Desde hace un tiempo, el abandono del cometido ordenador del proyecto y la renuncia a la sistematicidad como cualidad esencial de la arquitectura consiguiente han motivado que la noción de construcción haya migrado de la actividad edilicia al “diseño culinario”: así, es frecuente escuchar de labios de un chef: “construir una salsa” o –lo que resulta todavía más curioso– “deconstruir un estofado”. No porque se utilice el término sin la propiedad debida –en realidad, quien cocina, ordena y combina–, sino porque durante siglos la noción de construir ha estado más vinculada a los edificios que a las tortillas.

La arquitectura aparece con el propósito de representar la construcción, es decir, de elaborar la forma –controlar la apariencia– de los productos de la construcción. La arquitectura surge, así, ante la evidencia de que la sola lógica constructiva es incapaz de controlar la configuración de un edificio. La arquitectura parte de la necesidad de mediación del autor del proyecto; una mediación capaz de trascender las diferentes lógicas que confluyen en la construcción de edificios –y, al hacerlo, las confirma. Por tanto, la arquitectura tiene la construcción como estímulo y, a la vez, como materia prima. No es concebible, desde esta perspectiva –cuya vigencia cuenta cuando menos treinta siglos–, una arquitectura que se desentienda del impulso primero de construir.

La construcción trabaja con hechos materiales y criterios técnicos; en cambio, la arquitectura actúa con valores que dan lugar a criterios que –siendo subjetivos– tienden a la universalidad. Afrontar la peculiaridad de un caso concreto desde el ámbito de lo universal es la condición básica de cualquier actividad artística, no sólo de la arquitectura: representar plásticamente, con habilidad, un árbol no es una práctica artística; representar ese árbol de modo que el cuadro revele alguna condición de los árboles en general, sí lo es.

Afortunadamente, la construcción evoluciona muy lentamente: no hay grandes diferencias entre el sistema constructivo de un edificio de viviendas actual y el de uno de hace ochenta años, cuando la arquitectura moderna iniciaba su andadura. Sé que esta afirmación irritará a los incondicionales de la “innovación”, que han incorporado el fetiche favorito del mercado para encubrir la resistencia al cambio congénita del ser humano, particularmente acentuada en la época actual. Si la construcción hubiese seguido la efervescencia innovadora de las últimas décadas, la situación del entorno habitable sería todavía peor. La construcción ha actuado durante los últimos años como agente estabilizador de una actividad errática e irresponsable, que ha culminado su itinerario equívoco con la construcción de unos “edificios emblemáticos” –iconos urbanos, para otros– que testimonian la banalidad y la afectación en que se han instalado los criterios de valor contemporáneos.

Me referiré brevemente a algunas contribuciones de la construcción en las últimas décadas, haciendo hincapié en el sentido que adquiere su incorporación en el proyecto, para ilustrar el cometido de la técnica en la arquitectura contemporánea .

En torno a 1970, empezó a difundirse el uso del forjado reticular, tras unos años de recurso al sucedáneo de la “viga plana”: la continuidad visual entre el interior y el exterior –que la modernidad había inaugurado y, hasta cierto punto, generalizado– parecía depender de la supresión de la viga tradicional. Lo que al principio encarecía dicha solución era la necesidad de contar con un encofrado del que carecían la mayoría de las empresas constructoras medianas o pequeñas. En pocos años se generalizó el uso del nuevo forjado, que llegó a ser más económico que el tradicional con la viga aparente, al adaptarse el utillaje de los constructores a la nueva solución.

La desaparición del obstáculo visual de la viga –lejos de cualquier propósito espacial– sirvió, en realidad, para prescindir del criterio de orden básico con que contaban los arquitectos de entonces. La retícula de pilares que había disciplinado la arquitectura en los tres mil años precedentes había dejado de “coaccionar” el proyecto: en adelante, la estructura seguiría un proceso errático que la llevaría a desaparecer del edificio y asumir –en muchos casos– un estatuto de clandestinidad, en el cual a menudo se encuentra todavía.

No vean en mi comentario ni un atisbo de reivindicación de “la expresión de la estructura”, ya que el cometido del proyecto no es exhibir ni expresar la construcción, sino re–presentarla, es decir, incorporarla en un universo ordenado con criterio de verdad, no de sinceridad. La calidad arquitectónica no tiene nada que ver con el prejuicio moral –en su sentido más costumbrista– de mostrar la construcción: me he referido más arriba a la mediación del proyecto como actividad que se orienta a la verdad como coherencia, no a la verdad como adecuación.

Renunciar a la estructura como elemento que –además de soportar– contribuya a ordenar el edificio no aumenta la libertad, sino que disminuye los recursos que confieren identidad formal y cualidad estética a la obra.

La modernidad arquitectónica no inauguró –como la crítica ha sugerido muchas veces– la renuncia a cualquier disciplina para actuar con la máxima libertad, sino que asentó las bases para que la identidad del edificio se apoyase en una configuración subjetiva, libre de la convención tipológica de ascendencia clasicista. Tal liberación del tipo no debía reducir un ápice el grado de sistematicidad y cohesión formal que aquél garantiza: la construcción proporciona el sistema que ha servido para garantizar la formalidad de la gran arquitectura moderna, libre de la coacción del tipo y de la disciplina de los órdenes clásicos. Muchas de las metáforas “orgánicas” que a menudo utilizan algunos arquitectos para dar a sus edificios una identidad de opereta revelan la orfandad trágica de unos profesionales que necesitan estímulos figurativos para reconocer sus edificios.

La generalización del vidrio doble –solución a todas luces positiva, por la eficacia con que hace compatible el aislamiento térmico con la transparencia– ha generado una serie de patologías que pervierten el sentido que tiene el ideal moderno de continuidad espacial. El aumento de grosor que provoca el duplicado de la luna proporciona una rigidez al tablero que ha servido para poner de moda una vitromanía que pervierte el propio ideal de transparencia. En efecto, la posibilidad de fijar el vidrio doble por el espacio entre las lunas y juntar con silicona la junta entre dos módulos ha dado lugar a unos paramentos vítreos lisos y planos, sin claroscuro que enriquezca su textura trivial y su apariencia frágil. La generalización de tan ingeniosa solución ha dado lugar a unos edificios lisos, artificiosamente depilados, que renuncian a la tectonicidad –condición visual de lo construido– de la gran arquitectura de todas las épocas.

La apariencia insignificante de esas fachadas no cuenta –como es natural– con el milagro de la ingravidez, de modo que tras los cristales “sin mácula” vistos desde el exterior se esconde un amasijo de perfiles y contraperfiles que obstruyen el espacio entre cerramientos y hacen el trabajo sucio. Efectivamente, interfieren cualquier visión sosegada desde el interior y –por supuesto– abortan cualquier atisbo de relativizar el límite espacial –al disociar la clausura visual con el cerramiento climático–, como había conseguido la arquitectura moderna.

La noción de fachada ventilada es otra de las aportaciones de la técnica constructiva durante las últimas décadas. El hecho de forrar el edificio por fuera, en vez de establecer la cámara de aire en el interior, tiene indudables ventajas en el ámbito de la gestión de la energía: en efecto, situar en el interior el elemento de mayor inercia térmica contribuye a estabilizar el clima del espacio con un menor consumo de energía.

La tendencia irreprimible a la metáfora con que algunos arquitectos tratan de exhibir su talante intelectual motivó la aparición de la idea de piel para denominar la capa exterior del planteamiento constructivo que comento. Vaya por delante que no tengo nada contra las metáforas, siempre y cuando contribuyan a aclarar el sentido o a añadir alguna faceta encubierta de la realidad que se nombra. No parece que sea este el caso de la ocurrencia dermatológica que comento: por una parte, la piel cubre –no encubre– y manifiesta los pormenores de aquello que protege, sin imponer condiciones; es elástica, moldeable y se ajusta por adherencia a los cuerpos que resguarda. En ocasiones, he sugerido a quienes no pueden prescindir de los tropos literarios, la noción de corteza, mucho más ajustada al fenómeno que me ocupa: en efecto, la corteza tiene una estructura que afecta a su constitución y encubre la materia que protege, que va más allá de un simple acabado sensitivo.

Mi objeción a la noción de piel trata de mostrar que la falsa conciencia de una denominación equívoca ha incidido negativamente en la concepción de muchos y notorios edificios contemporáneos. La literalidad figurativa que introdujo hace treinta años el talante posmoderno tiene su parte de responsabilidad en la traducción figurativa de la piel. Estremece pensar las imágenes con las que se habría dado cuerpo en la actualidad a la noción de muro cortina. En los años cincuenta, los arquitectos distinguían entre la metáfora y la consigna, de modo que afrontaron el proyecto de los muros cortina con nervios ajustados y rigurosos que dan identidad al nuevo elemento constructivo –el cual, a su vez, no es ajeno a la constitución del edificio que protege.

Las pieles contemporáneas –por el contrario– son, a menudo, el mero resultado del abuso del sistema de fijación: sin otra consideración al edificio que su condición de soporte, sin atender a otro criterio que las imitaciones sensitivas del proyectista, las pieles actuales han consumado el retorno al muro vertical –ondulado o terso, es igual–, perforado de forma aleatoria –o sistemática– por unos extraños orificios a los que la mayoría llama ventanas. Una regresión estética y constructiva que –saltando el siglo XX– retrocede hasta el siglo XIX, cuando la ventana era una ingeniosa solución compatible con la condición estructural del cerramiento.

No resultaría difícil extender la referencia a otras aportaciones parciales de la técnica constructiva reciente, aunque lo dicho basta para captar el sentido del diagnóstico y evitar la tentación de autocomplacencia con que los medios se refieren a la arquitectura actual. Una arquitectura actual –entendiendo por ello la de los últimos treinta años– que es un enunciado sin referente, ya que hay más de una idea de arquitectura que anima la construcción inmobiliaria de este período.

No obstante, si nos atenemos a la arquitectura que aparece con más frecuencia en las revistas especializadas, a la que atesora más galardones, a la que recibe más elogios de la crítica –y, sin duda, la preferida de los políticos–, no cabe duda de que la expresión arquitectura actual cubre un universo semántico diverso e invertebrado, pero claramente distinto de lo que se ha denominado arquitectura, al menos en los últimos treinta siglos.

A esa práctica inmobiliaria se ha llegado tras cuarenta años de ignorancia del instrumento que se manejaba: la arrogancia de los críticos al tratar de explicar el fundamento de algo que, por definición, son incapaces de entender, les llevó a despreciar la profesión –la experiencia– como vía de conocimiento, a favor de la “innovación constante”. Tan sagaz actitud ha conducido a una falsa arquitectura, que no se propone ya representar la construcción, sino materializar una ocurrencia.

La falta de interés por los auténticos sistemas constructivos ha dado paso a repertorios de soluciones que incitan al despilfarro material y económico. Se ha generalizado la mitología de lo peculiar, entendiendo por ello el “capricho de detalle” que intenta singularizar un armatoste sin identidad. Se suele recurrir a la técnica para encubrir la chapuza: hace unos meses, una de las estrellas más rutilantes de la arquitectura actual confesaba en una entrevista que en su estudio no se aprovecha nada de un edificio para el siguiente; todo se replantea de nuevo. Semejante majadería sólo se entiende como estrategia comercial, similar a la que contenía otra afirmación de la misma entrevista: que en su estudio trabajan 24 horas al día.

Llámese o no arquitectura, no hay duda de que se ha instituido una práctica edificatoria que ya no ve en la construcción el soporte sistemático que propicia la consistencia formal del proyecto sino un mero servicio técnico, capaz de materializar cuantos extravíos constructivos –y, sobre todo, estéticos contenga el proyecto. Se renuncia al cometido ordenador del sistema constructivo, a favor de una idea de libertad entendida como ausencia de cualquier criterio. Pocos discutirán la dimensión ordenadora del sistema constructivo: los edificios realizados con sistemas más o menos industrializados –llamar prefabricados, me parece excesivo– suelen tener un nivel de corrección mínimo que propicia la disciplina del propio sistema, por incompetente que sea el responsable del proyecto.

La industria de la construcción –naturalmente– se pliega a esa demanda equívoca i azarosa: está dispuesta a “resolver” cuantas aberraciones se le soliciten. Hace algunos años, me visitó un agente comercial de una empresa multinacional de carpintería de aluminio. Me entregó un catálogo de perfiles cuyo lomo no era inferior a diez centímetros. Expresé mi sorpresa ante la fecundidad de su firma y le dije –en un alarde de inutilidad– que la totalidad de edificios del campus del IIT, de Mies van der Rohe, se había construido con sólo tres o cuatro perfiles de hierro. Pensando que le pedía algo especial, me dijo –para colmo de mi asombro– que no tendrían inconveniente en fabricar algún perfil que yo diseñase, si no me gustaba ninguno de los que contenía el tomazo.

Han transcurrido los años y la tendencia –lejos de remitir– se ha acentuado: a los pocos días de iniciar el texto que ahora concluyo, leí en una revista especializada el lema de una empresa constructiva de no recuerdo qué ramo el siguiente eslogan: “Proyecte usted y nosotros lo haremos constructivo.” Es evidente que se ha pervertido la noción de construir: ya no es más “ordenar y enlazar”, como indica el diccionario, sino dar la mínima consistencia física a un artefacto caprichoso y arbitrario, a costa de lo que convenga.

De todos modos, no cabe extrañarse de que se haya conseguido acabar incluso con una idea tan consustancial al ser vivo como la de construir: una sociedad que no es capaz de regular su sistema financiero, ¿por qué iba a ser capaz de controlar sus edificios y escenarios urbanos mediante el uso inteligente y sensible de los sistemas constructivos?

Se ha depositado mucha confianza en la crisis actual: he leído hace unos días –de la pluma de un articulista ilustre– que la coyuntura actual va a suponer el fin del individualismo y el hedonismo posmoderno, para propiciar una era que podría denominarse neomoderna, caracterizada por la autoestima intelectual, la responsabilidad histórica y un sentido colectivo de la existencia. No se si la dinámica vertiginosa de la vida actual conseguirá en un par de años invertir la tendencia a la banalidad, la torpeza y el despilfarro que se han ido fraguando a lo largo de dos generaciones. Si fuera así, probablemente se volvería a la construcción –es decir, a ordenar y enlazar– como actividad suprema del ser humano. Una actividad que, aunque de manera limitada e imperfecta, trataría de compensar la pérdida del instinto que nos alejo del resto de los seres vivos.

 

18-XI-2008

 

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