Arquitectura de la enseñanza

V-2010

Una carrera vocacional

La carrera de arquitectura ha pasado, en cincuenta años, de proporcionar una formación técnica orientada a la profesión de arquitecto a constituir una titulación vocacional de perfil pseudoteórico y talante generalista; se diría que destinada a facilitar una cultura general que sirva de complemento artístico a los estudios de humanidades. El resultado es idéntico en planteamientos didácticos muy diferentes: en efecto, la renuncia a impartir ciertas disciplinas técnicas que ha provocado una idea adjetiva y ornamental del arte ha tenido un efecto similar, en el fenómeno que comento, a la insistencia en “estudiarlo todo” por parte de quienes –como ocurre en España– no quieren prescindir de ninguna de las “competencias” que se han asociado a la formación del arquitecto en las últimas décadas. En ambos casos, más que escuelas técnicas para la formación “de arquitectos”, parecen facultades de “cultura arquitectónica”, en el sentido más lato del término.

Digo pseudoteórico porque, en la mayoría de las escuelas de arquitectura, la reflexión ha sido reemplazada por el discurso, de modo que la crítica renuncia a su empeño genuino por reconocer los valores de la obra para convertirse en una glosa ligera y disponible, orientada a celebrar cualquier vicisitud de la moda. En todos los casos, la vertiginosa sustitución de eslóganes que ha caracterizado la cultura arquitectónica en los últimos cincuenta años ha conseguido hipnotizar a los profesores de arquitectura, les ha impedido levantar la vista y vislumbrar el horizonte en el que debía enmarcarse su docencia: la tradición y la historia, tanto de las ideas estéticas, como de las técnicas constructivas. Digo eslóganes –a lo sumo, consignas– porque llamarles doctrinas me parece desproporcionado y, sobre todo, injusto, dada su irrelevancia estética y su escaso espesor estético, que los hace inocuos frente a la arquitectura moderna, objeto de sus fobias.

Como consecuencia de lo anterior, los estudios de arquitectura han ido perdiendo identidad: hace cincuenta años el perfil de la carrera respondía a una idea convencional de arquitecto –es decir, reducida a su quehacer como proyectista, pero clara en su definición. Las doce horas de proyecto semanales que realizaba por término medio representaban prácticamente la mitad de la carga docente; en la actualidad, en la escuela donde trabajo, las seis horas de proyectos representan solo una cuarta parte de las horas lectivas semanales. La práctica equivalencia del peso docente semanal de las diferentes áreas de conocimiento desplaza el centro de gravedad de los estudios hacia una tierra de nadie, del mismo modo que el giro de los distintos sectores cromáticos produce un resultado blanquecino que denota la ausencia de color.

No es necesario insistir en las consecuencias que ha tenido el incremento de las escuelas de arquitectura en el fenómeno que comento: en solo cincuenta años, España ha pasado de tener dos escuelas de arquitectura a casi cuarenta. Se ha cumplido la utopía de aquel tipo que, al ser preguntado sobre si sabía inglés, respondió: “No. Bueno, si es para enseñar…”

Los cambios que acabo de apuntar –cuya evidencia hace innecesaria más argumentación– se han producido de manera paralela al progresivo abandono de la arquitectura como actividad comprometida con la ordenación visual y técnica de la realidad construida. Se da la circunstancia paradójica de que los estudios de arquitectura adquieren la máxima demanda cuando la práctica arquitectónica como actividad orientada a ordenar el entorno alcanza sus mayores cotas de disfuncionalidad social: es decir, los estudios de arquitectura se convierten en una carrera no solo vocacional sino incluso deseada, a la vez que se confirma su condición de habilidad superflua y suntuaria.

 

La disfuncionalidad real de la arquitectura

Ante esta situación paradójica, no tendría que preocupar el futuro de una escuela que empieza: si, a pesar de la “mediocridad” –siendo generosos– de la mayoría de las escuelas existentes, la demanda aumenta, ¿por qué preocuparse de la orientación de los futuros centros? A tenor de lo visto en las últimas décadas, parece que no le van a faltar candidatos…

Sin embargo, habría que tener en cuenta, a este respecto, que, en las situaciones históricas en las que una actividad ha alcanzado un alto grado de inutilidad social, solo tiene sentido practicarla si se aspira a la excelencia. Se puede concebir que un dentista o un fontanero sean mediocres, ya que, a pesar de sus limitaciones técnicas, sus actividades tienen un cometido social inequívoco. En cambio, un poeta o un pintor malos resultan, –además, patéticos: nadie les pidió que se dedicaran a una tarea tan exigente como marginal respecto de los mitos sociales del momento: en ausencia de una gran presión de la demanda, su referencia debe ser necesariamente la calidad y el acicate para actuar, la responsabilidad histórica.

Dicho esto, quisiera cuando menos enumerar los factores endógenos que han determinado la decadencia en la calidad de la práctica arquitectónica, un fenómeno que está estrechamente vinculado a la trayectoria desorientada –y, por tanto, errática– de la mayoría de los arquitectos durante los últimos cincuenta años. Quisiera referirme solo a aquellos aspectos en los que la conducta de los arquitectos ha influido, de manera decisiva, en la situación a la que asistimos. Naturalmente, existen otros factores que trascienden su propia conducta como arquitectos y que tienen que ver con las condiciones del sistema de valores económicos y culturales, es decir, éticos y estéticos.

 

El triple suicidio de los arquitectos

Los arquitectos somos responsables de un triple suicidio profesional que ayuda a explicar la situación en la que se encuentra la práctica de la arquitectura en el mundo: a) el abandono de la tradición, a favor de una supuesta modernidad eternamente cambiante; b) el abandono de la técnica, a favor de una supuesta “creatividad”, ajena a cualquier disciplina, y c) el abandono de la visualidad, a favor de un “conceptualismo” supuestamente legitimador del proyecto, sin que medie juicio crítico alguno sobre la forma. Naturalmente, me gustaría dedicar analizar con detenimiento cada una de estas renuncias, pero si sucumbo a mis impulsos no cumpliré con el cometido de mi intervención de hoy, que ha de ser necesariamente breve y, por tanto, obligatoriamente esquemática. Además, estoy convencido de que tales argumentos aparecerán de forma recurrente en mi discurso.

La situación a la que ha dado lugar esta triple renuncia es la desaparición del horizonte que hacía posible un ejercicio profesional razonable, entendido como administración de principios y criterios claros y rigurosos, relativamente compartidos por el “sector profesional” y aceptados por los usuarios. La práctica de la arquitectura es, probablemente, la única actividad humana que en los últimos cincuenta años no ha producido un saber acumulativo: es decir, la obsesión insensata e inculta por iniciar cada década –cuando no cada lustro– con una tabula rasa frente al pasado ha dejado la profesión sin un marco de referencia que oriente el proyecto y, a la vez, sin una “red” que evite percances innecesarios.

 

La identidad estética de la arquitectura actual

Quisiera dedicar unos minutos a enunciar un problema esencial de la arquitectura –y, por tanto, de su enseñanza– durante la segunda mitad del siglo XX: el de su identidad estética. A lo largo de los años setenta, se generaliza la creencia en la ficción posmoderna, que solo al final de la década se acuña y canoniza. Ello supone instaurar un relativismo an-estético, que tiene un efecto anestésico sobre las conciencias. La pérdida de la capacidad de juzgar determina la pérdida del gusto, entendido como capacidad para reconocer los rasgos que caracterizan los productos del arte.

En situaciones determinadas por la existencia de una tradición ampliamente compartida, la capacidad de juicio es probablemente menos determinante que en momentos como el actual, sin un horizonte de convenciones asumidas por la colectividad: en efecto, la ausencia del hábito de reconocer las cualidades estéticas de las obras concretas puede sustituirse por las prescripciones del “gusto colectivo” a la hora de tomar decisiones de proyecto. En situaciones como la presente, caracterizadas por el deseo compulsivo de sorprender a unos destinatarios particularmente adiestrados para sorprenderse, es fundamental que quien proyecta disponga de unos criterios de juicio que compensen la falta del cauce estabilizador que ofrece la tradición. Unos criterios que serán necesariamente subjetivos, pero que deberán enmarcarse en una perspectiva que tienda a lo universal si se quiere que los valores de la obra puedan ser compartidos por sus destinatarios, en el sentido más extenso del término.

A este respecto, es curioso que la máxima desorientación en los criterios de proyecto haya coincidido con un gran florecimiento de la teoría. El mayor error de los críticos durante la segunda mitad del siglo XX ha sido empeñarse en encontrar, a toda costa, pretextos y conjeturas que justificasen el abandono de la modernidad, en lugar de empeñarse en reconocer su identidad estética, lo que les habría conducido a aceptar su vigencia indiscutible.

  

La interrupción de la modernidad

No cabe duda de que el planteamiento de recuperar la profesionalidad a la hora de enfocar los estudios en una nueva escuela de arquitectura –empeño totalmente razonable, a la luz del fracaso de medio siglo de hegemonía del planteamiento “intelectual” – no tiene, en la actualidad, el mismo sentido que tenía hace cincuenta años. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que la arquitectura moderna se difundió en su momento y ha llegado hasta los jóvenes de hoy sobre todo gracias a los profesionales puros y a los fotógrafos: es decir, a pesar de los cronistas y de los teóricos que, con mejor intención que recursos teóricos, se empeñaron en explicarla. Los profesionales puros, porque no conocían el sentido estético de lo que hacían, aunque afortunadamente sabían hacerlo, y los fotógrafos, porque debido a la naturaleza de su quehacer estaban en mejores condiciones para apreciar las categorías visuales de la nueva forma, a salvo de las disquisiciones ideológicas que enturbiaban el reconocimiento de sus perfiles.

Los grandes profesionales de la tercera generación –aquellos que nacieron en torno a 1915– son pues, junto con los fotógrafos, los verdaderos transmisores de la arquitectura moderna. Pero unos y otros desarrollaron su actividad en un contexto determinado por las grandes convenciones en lo que se refiere a los valores arquitectónicos. En la actualidad, no basta con la competencia práctica: es necesaria la conciencia del sentido de lo que se practica. Ello obliga a recurrir a la teoría, en el sentido genuino del término, es decir, el que la entiende como “la tentativa de hallar respuesta a través de la reflexión a aquellas cuestiones que no la encuentran en el sentido común”.

La teoría de la arquitectura debería partir de la identificación de los nudos problemáticos y tratar de deshacerlos mediante la reflexión, pero la experiencia nos dice que ello casi nunca ocurre: la mayoría de los críticos de los y teóricos que se empeñaron en explicar el fundamento de la arquitectura moderna parecen más interesados por ofrecer un relato adecuado a la mentalidad de la época que dar con la auténtica naturaleza del fenómeno. Eso hizo que –salvo excepciones– no entendieran el objeto de su empeño, lo que les llevó a conclusiones tan curiosas como la conveniencia de abandonar la idea moderna de forma, precisamente cuando estaba produciendo sus mejores frutos: a finales de los años cincuenta. Una idea de forma que la mayoría de los críticos confundió con un prejuicio estilístico, sin advertir siquiera que constituye la revolución más importante habida en el terreno del arte –y, naturalmente, de la arquitectura– desde el Quattrocento.

El simple argumento estadístico hubiera bastado para moderar los impulsos renovadores de quienes preconizaron la infidelidad: si el ciclo histórico del clasicismo –el sistema estético inmediatamente anterior– se desarrolló a lo largo de cuatro siglos y medio, era poco probable que la modernidad, por muy irrelevante que resultase, pudiera liquidarse en solo veinte o treinta años. A ese respecto, cabe señalar la precocidad crítica de Walter Curt Behrendt, arquitecto alemán-americano, nacido en Metz (Francia) en 1884 –coetáneo, pues, de Mies van der Rohe–, que ya en 1937, en su Modern Building, proponía abandonar la forma “mecánica” –tal era el significativo adjetivo con que liquidaba la forma moderna– a favor de la forma “orgánica”, mucho más adaptable y humana, a su juicio. Como es sabido, Modern Building fue el libro de cabecera de Bruno Zevi y, a través suyo, el inspirador del organicismo crónico que ha sobrevolado la cultura arquitectónica europea durante los últimos setenta años.

El hecho de que fuera discípulo de Frank Lloyd Wright tuvo que ver, sin duda, con su fascinación por el credo organicista, probablemente la doctrina intelectual y estéticamente más “ligera” de cuantas han florecido en el último siglo. En efecto, la naturaleza ha sido referencia para el arte a lo largo de toda la historia: como señaló Immanuel Kant, la obra de arte tiene una finalidad interna análoga a la del organismo vivo, aunque en este la finalidad está determinada por la necesaria preservación de la vida, mientras que en el arte la finalidad es libre e indeterminada; se trata, por tanto, de una finalidad sin más objetivo que la consistencia formal de la obra.

De todos modos, la reflexión que acabo de apuntar –uno de los argumentos fundamentales de la estética de Kant y, por tanto, de la estética moderna– resultó demasiado sofisticada para quienes se conformaban con desplazar la analogía entre la constitución de los seres vivos y la obra de arte desde el terreno de la morfología hasta el dominio de la apariencia. Si se tiene en cuenta que los artefactos arquitectónicos son concebidos y producidos en cortos períodos de tiempo, resulta grotesco atribuirles –como hace el organicismo– rasgos morfológicos típicos de organismos sujetos a evolución y desarrollados por crecimiento.

 

El fundamento de la práctica artística

Llegado a este punto, no puedo obviar una reflexión sobre la naturaleza de la práctica artística que me parece indispensable para las observaciones que siguen. Es consubstancial a la práctica de la arquitectura –y del arte, en general– el hecho de afrontar un problema específico desde una perspectiva genérica. Un ejemplo aclarará la cuestión: al elaborar un proyecto de edificio para una escuela desde una perspectiva arquitectónica auténtica, a la vez que se proyecta esa escuela, se está dotando al proyecto de unas cualidades que corresponden a la escuela, en general. Podría decirse que se trata de dotar al objeto concreto “escuela” de unas cualidades que corresponden a la forma abstracta “escuela”; si no es así, no hay arte.

El problema fundamental de la arquitectura es que la universalidad del sistema marco no anule la singularidad del objeto: la cualidad esencial de la obra de arquitectura de cualquier época es, pues, la identidad del objeto, sin renunciar a la sistematicidad del marco en el que se inscribe su organización.

El proyecto clasicista parte del tipo convencional –genérico y sistemático–, lo que garantiza la universalidad –o, mejor, la tendencia a lo universal– de su aproximación al caso específico: la adecuación de lo genérico a lo concreto se convierte así en una operación de ajuste del tipo a las condiciones de cada caso. En sus inicios, el proyecto moderno renuncia al tipo, tanto por su incapacidad para dar cuenta de los nuevos programas como porque se desarrolla a partir de un criterio de forma superado. La pérdida de la base sistemática característica del tipo clasicista no exime el proyecto moderno de la condición de lo ordenado, de modo que debe empeñarse en adquirir la tensión hacia lo universal que caracteriza los productos del arte de cualquier época.

Mientras que la identidad de la obra de arquitectura clasicista se sitúa en el encuentro entre la universalidad del tipo y la peculiaridad de la obra, la obra de arquitectura moderna adquiere identidad en la tensión entre la universalidad de la mirada y la peculiaridad de las condiciones. La ausencia de esta tensión es la razón que explica por qué la mayoría de los cachivaches arquitectónicos actuales no son buenos ni malos: sencillamente, no son nada, es decir, no alcanzan a tener una identidad que los distinga de otros, más que en aspectos superficiales, irrelevantes en lo arquitectónico y banales en lo estético.

Un ejemplo puede aclarar la cuestión: la identidad de unos jeans se define en el encuentro entre lo sistemático del patrón y lo específico del usuario: en efecto, las erosiones provocadas por el uso son las huellas de dicha identidad. La renuncia a la identidad característica de la arquitectura actual –es decir, el hecho de confiarla a la pura imagen– es un fenómeno análogo a incluir en los jeans una erosión previa, estándar e impersonal, haciendo prevalecer el valor del desgaste como imagen sobre la peculiaridad formal que adquiere en cada caso.

 

El desconocimiento del fundamento de la modernidad

El desconocimiento de la auténtica naturaleza de la modernidad arquitectónica –la convicción de que se trataba de un mero ajuste figurativo coyuntural y efímero– creó el caldo de cultivo idóneo para creer que sus propuestas apenas iban a durar quince o veinte años: ello facilitó el abandono de los principios y criterios del sistema estético más diverso y más fecundo de la historia del arte.

Los dos fetiches teóricos de la idea banal de modernidad arquitectónica –racionalismo y funcionalismo– contribuyeron a aumentar la confusión. El racionalismo, actitud que defiende el conocimiento como producto del uso exclusivo de la razón, es una noción perteneciente a la teoría del conocimiento, superada desde finales del siglo XVIII. Su extrapolación directa al terreno del arte constituye, además de un notorio extravío intelectual, una operación particularmente perniciosa para la práctica: oculta la matriz sensitiva de la experiencia de la obra, al dar pábulo al criterio conceptual frente al visual, lo que confunde la naturaleza compleja del juicio estético. En efecto, el juicio se da en la interacción de la razón con los sentidos a partir de un estímulo de naturaleza visual y, por tanto, irreductible a un mero concepto o idea producto de la razón.

El funcionalismo es un calificativo solo aceptable si se relaciona con el hecho de que la arquitectura moderna halla en el programa el criterio de identidad que la arquitectura clasicista halló en el sistema. Pero no es esa la acepción que se le dio desde la teoría general de la modernidad: en efecto, se entendió –y, a menudo, se sigue entendiendo– como el reconocimiento del determinismo de la función en la forma, sin otra mediación por parte de quien proyecta que las sugerencias de la gestión de los estilos como garantía de calificación estética.

El mito de “la expresión del espíritu del tiempo”, asumido como razón última de la modernidad arquitectónica, instituye la transparencia a la función y a la técnica, de modo que solo el cambio del tiempo provocará el cambio de la arquitectura: esa es la asunción básica de la idea banal de modernidad. En ese contexto, las anteriores nociones de racionalismo y funcionalismo propician la idea del arquitecto comadrona, que asiste al parto de la obra sin a penas intervenir, actuando meramente como una especie de catalizador institucional. Un cometido que, al asignar un rol pasivo al autor, choca frontalmente con la idea de arquitecto estrella que confunde la subjetividad con la arbitrariedad y la libertad con el capricho.

 

Los fundamentos de la modernidad arquitectónica

Probablemente, soy uno de los máximos responsables de haber difundido la idea de Theodor W. Adorno según la cual “la modernidad supone el paso del canon a la construcción”, lo que en arquitectura implica pasar del tipo arquitectónico y del uso de los órdenes clásicos a la concepción libre del proyecto. Pues bien, el hecho de que la modernidad inicial renuncie a la tipología como modo de proceder en el proyecto no significa que renuncie a la experiencia. Una experiencia que, como es lógico, conduce de nuevo a la tipificación: el abandono de los tipos clásicos no es un criterio absoluto de la modernidad, sino que es debido a factores coyunturales; obedece, sobre todo, a su incapacidad para atender nuevos programas, aunque no puede considerarse agotada su capacidad de reverberación formal.

Tras veinte años de experiencia con los nuevos programas y las nuevas técnicas, los edificios se convierten en canónicos, ya no por un imperativo cultural o estético, sino por el uso del más elemental sentido común: ¿A quién extrañaría hoy que los arquitectos de SOM, dirigidos por Gordon Bunshaft, repitieran en la Sexta Avenida un edificio que, en líneas generales, ya existía en Park Avenue, teniendo en cuenta que las condiciones y los requisitos eran similares? La aberración habría sido no hacerlo.

Naturalmente, ambos edificios son idénticos solo a la mirada ingenua de espíritus precipitados e insensibles: la atención a las condiciones particulares de cada sitio y de cada caso particular, desde la perspectiva que proporciona actuar con sistemas de relaciones visuales y materiales verificados, es precisamente lo que confiere identidad a los edificios. En definitiva, puede decirse que hay una preponderancia de lo genérico frente a lo específico, lo que hace razonable el recurso al arquetipo.

La reflexión anterior lleva a concluir que el atributo esencial de la obra de arquitectura moderna no es la originalidad –en el sentido más banal y costumbrista del término, es decir, entendida como causa de sorpresa al espectador–, sino la identidad, entendida como la cualidad que deriva de la tensión entre la estructura formal –que necesariamente tiene una componente sistemática–, junto con el lugar concreto, y el sentido del uso específico que se le dé.

En consecuencia, no es arriesgado decir que el mayor error que se produjo en la interpretación de la modernidad fue asociarla a la inconstancia, es decir, vincularla al cambio constante. Ello supone negar a la práctica del proyecto el estatuto de actividad artística, con unos principios y criterios de acción concretos, dotados de mayor versatilidad que los clasicistas, sin renunciar a su precisión y a su consistencia formal. Una renuncia al proyecto como práctica artística, para convertirlo en el producto de una acción moral basada en la costumbre. Ello significa negarle cualquier principio que confiera identidad estética, para orientarlo a un hipotético cambio permanente –que, en realidad, ni es cambio ni es permanente–, sin otra disciplina que el estado de ánimo del autor.

 

El formalismo esencial de la arquitectura moderna

No considero necesario insistir en mi convicción acerca del formalismo esencial de la arquitectura moderna: no es por casualidad que ese sea precisamente el título del último de los libros que he publicado hasta ahora. En efecto, cualquier sistema estético importante –y el moderno lo es, en grado sumo– tiende a construir un sistema de principios y criterios para el control formal de las obras: la creencia de que este objetivo genuino del arte suponía una deshonra para una arquitectura que trataba de camuflarse de objetividad es una de las mayores torpezas sobre las que se ha forjado la idea banal de modernidad, que todavía hoy perdura en las conciencias de la mayor parte de los arquitectos.

La estética de la expresión, la que se centra en el cometido simbólico y comunicativo del arte, solo tiene sentido como análisis de la reflexión social de y sobre la forma. Basar el proyecto en el cometido expresivo del arte –lo que algunos han querido ver en la modernidad– sería considerar esencial lo que es solo una consecuencia social de la existencia de la obra. La significación social del arte es un fenómeno inevitable con el que se debe contar a la hora del proyecto, pero afecta a opciones que tienen que ver con grandes sistemas: no debe confundirse con un mero proceso de comunicación vinculado a la acción puntual de una obra.

En el ámbito de la arquitectura, la expresión adopta un carácter claramente subsidiario, relacionado con la significación que cualquier artefacto intencional adquiere en el marco social en que se da. Basar los criterios de proyecto en estrategias expresivas es ingenuo e ineficaz: lo más indicado para quien sienta un impulso declamatorio de carácter personal no parece que sea abusar de los recursos ajenos. Yo le aconsejaría dar rienda suelta a su talante comunicativo, con la ayuda de una guitarra.

 

¿Una profesión para el futuro?

He tratado de esbozar el panorama en el que se inscribe necesariamente el proyecto de una nueva escuela: ¿Cómo recuperar un marco en el que sea posible la enseñanza profesional, cualquiera que sea la demanda actual o futura de un profesional preparado así?

Llevo ejerciendo la docencia de Proyectos de Arquitectura cerca de cuarenta años, treinta y cinco de ellos como responsable del curso y más de treinta como catedrático. Y, si bien en algunos momentos he compaginado la labor docente con el ejercicio profesional, siempre he atendido la docencia como mi actividad troncal. Me inicié en ella en 1972 y sigo en activo, lo que significa que he sido testigo privilegiado de la decadencia de la arquitectura, ya sea entendida como actividad regida por principios y criterios coherentes, como en su cometido de construcción de un mundo más habitable. De esta relativa experiencia –que en modo alguno quisiera sobrevalorar–, he sacado alguna conclusión que quisiera someter a su consideración.

La inexistencia de un marco estético en el que inscribir la práctica del proyecto es, probablemente, la circunstancia más dramática que ha afectado a la docencia durante esos años; ha determinado un relativismo desconfiado en la conciencia del profesor, el cual ha tenido que esperar las consignas de los medios para conocer los criterios –o, mejor, los tópicos– que había que celebrar en cada momento.

Paradójicamente, el sistema de enseñanza asigna al desvalido profesor una responsabilidad que supera sus posibilidades, el cual se convierte así, a un tiempo, en legislador y juez, y encarna toda la arquitectura, ya que nada exterior a sí mismo puede servir de argumento legitimador de sus juicios.

Como síntesis de mi experiencia docente, complementada con la actividad intelectual y profesional con que siempre la he acompañado, enunciaré una serie de axiomas cuya rotundidad no se debe a ningún precepto teórico, sino que es fruto de lo que he aprendido de la mejor arquitectura de los últimos ochenta años y he verificado personalmente a través de la práctica del proyecto.

A – La arquitectura es la representación de la construcción. En efecto, la arquitectura ejerce un efecto crítico sobre la técnica y le proporciona una apariencia coherente, más allá de la pura racionalidad constructiva. Dar entidad material a una idea de naturaleza conceptual y forma literaria puede ser un entretenimiento legítimo, siempre que no comprometa fondos públicos, pero tiene poco que ver con la arquitectura.

El enunciado de este axioma se debe a Schelling, filósofo alemán que vivió a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Me parece la más lúcida y fecunda de cuantas definiciones de arquitectura conozco: representación desprovista de teatralidad y exceso, entendida como la acción crítica mediante la cual la lógica visual de la forma actúa sobre la lógica técnica y le proporciona una apariencia que trasciende los criterios materiales en los que se basa.

Una trascendencia que no implica contradicción: el Palazzo Rucellai, de Alberti –por mencionar una obra que considero ejemplar, en tantos sentidos–, manifiesta –es decir, “representa”– unas impostas en cada planta que no coinciden con los suelos, pero que aluden a un modo de estar estructurado el edificio. La arquitectura “corrige” la construcción para alcanzar la coherencia, si bien lo hace a costa de incurrir en una insinceridad. Konrad Fiedler señalaba hace ciento cincuenta años que “el problema del arte es de verdad, no de sinceridad”, es decir, de verdad entendida como coherencia, no de sinceridad entendida como adecuación a una realidad ajena a la obra.

Toda la historia de la arquitectura –y del arte, en general– es una muestra de cómo la coherencia que ha caracterizado las grandes obras de cualquier período se ha impuesto a la eventual sinceridad a la que se ha aludido en momentos menores del arte. Solo una confusión entre los valores de la ética y los de la estética permite entender que quienes admiren la arquitectura del Partenón objeten a Mies van der Rohe que los perfiles de aluminio de sus últimas obras en Chicago no tengan una misión resistente. En el siglo XX, se acortó la distancia entre la técnica constructiva y su representación arquitectónica, pero solo los precipitados otorgarán valor a la sinceridad.

B – La actividad ordenadora del arquitecto actúa mediante juicios estéticos que reconocen –identifican visualmente, no a través de conceptos– cualidades formales. En efecto, es propia del arquitecto una actividad constructiva orientada a ordenar y vincular los elementos de un conjunto, dotándolos de una identidad propia y de una formalidad consistente.

Teniendo en cuenta que el arquitecto proyecta y realiza objetos materiales que, más allá de sus funciones básicas, se orientan a la satisfacción sensitiva que proporciona la contemplación, no considero necesario insistir mucho en la matriz visual de la percepción que da lugar al juicio, es decir, al reconocimiento de los valores formales del objeto. Un juicio en el que, naturalmente, interviene el intelecto: primero, en la elaboración de categorías que orienten la mirada y, después, en la interacción con los sentidos, para reconocer la formalidad del objeto considerado. En cualquier caso, el vehículo de identificación y transmisión del estímulo es sensitivo, visual, no racional.

No se puede seguir manteniendo que la visualidad excluya la razón: ello supondría llevar la teoría del conocimiento al debate entre racionalistas y empiristas, es decir, retroceder a mediados del siglo XVIII: en efecto, en aquel entonces trataba de explicarse, durante décadas, el conocimiento sobre la base de una sola de las dimensiones –la razón y la experiencia– que desde Immanuel Kant sabemos que lo constituyen de manera complementaria.

El cultivo de la mirada es, pues, condición esencial del proyecto de arquitectura, frente al hábito de obviar el juicio mediante la reducción del proyecto a la expresión inmediata de conceptos. Unos conceptos que, en manos de los arquitectos, pierden la dimensión universal que los caracteriza, para asumir la condición de propósitos o meras ocurrencias personales: el concepto “mesa” incorpora aquello que es común a todas las mesas posibles, de modo que adquiere una dimensión genérica, es decir, universal.

El concepto, tal como se ha utilizado –a la vez como estímulo del proyecto y verificación del resultado–, se reduce a un deseo o proclama peculiar que se agota en la descripción del propósito: el carácter más o menos alegórico del romance depende de la cursilería del proyectista.

C – La forma es la manifestación sensitiva de la configuración interna de un objeto. No tiene nada que ver, pues, con la figura o la imagen su apropiación subjetiva: en arquitectura –y en arte, en general–, la forma es la componente sensitiva de la constitución íntima de la obra, ya se trate de un edificio o de una sonata.

La valoración de la coherencia –como consistencia del sistema de relaciones que vincula el todo con las partes, y viceversa– orienta la práctica del proyecto a los atributos de la forma. Una forma no puede asimilarse al modo coloquial de usarla –cuando decimos, por ejemplo, que ese sombrero tiene firma de hongo: de ahí su nombre.

La forma, tal como se entiende en arte, no es una cualidad de las cosas naturales, sino una categoría del sujeto mediante la cual se apropia de lo esencial de aquello que quiere representar o construir: el punto de vista y el encuadre de un fotógrafo se ajustan a una idea de forma determinada, pero el paisaje que retrata es un episodio natural, de modo que no tiene forma.

La forma es una categoría de la visión que moldea la realidad contemplada: no puede confundirse con un ente metafísico al que no se pueda acceder por la visión, pero tampoco puede entenderse como algo inmediatamente dado, que pueda confundirse con la figura o la imagen de la realidad que se considera.

La modernidad es un formalismo –como se ha visto–, de forma análoga a como lo son el clasicismo y todos los sistemas estéticos importantes de la historia: la misión del arquitecto no es expresar ideas –como se ha ido repitiendo a lo largo de los últimos cincuenta años– sino construir visual y materialmente universos espaciales dotados de una consistencia formal que trascienda –es decir, conteniéndolas, no negándolas– la necesaria satisfacción funcional y la lógica material del artefacto.

 D – La materia prima de la arquitectura es la propia arquitectura. En efecto, la arquitectura no se nutre de ideas, como desde hace décadas algunos se empeñan en difundir. Cuando se quiere hablar de un arquitecto muy importante y riguroso, se le califica como “constructor de conceptos”, sin advertir que ese no es el cometido de la arquitectura, sino de la teoría del conocimiento o de la reflexión, en general.

Paralelamente a la consideración conceptual de la arquitectura, se ha difundido la creencia de que es arquitecto quien es capaz de traducir las ideas en imágenes: tal confusión está abonada por la idea del arte como expresión de una idea. Se trata de una noción de arte, de matriz hegeliana, que alimenta la paradoja de una estética sin obras de arte, es decir, empeñada en resolver los problemas que ella misma crea y que no se derivan de la experiencia de ninguna obra de arte en concreto.

El proceso de progresiva conceptualización del proyecto –que alcanza sus episodios más pintorescos en las travesuras de Peter Eisenman en los años sesenta y setenta– es una respuesta lógica de la institución ante la orfandad estética derivada del abandono de los criterios de forma modernos a partir de los primeros años sesenta. En realidad, se trata de encontrar un criterio de verificación –acaso sería más justo llamarlo “de validación”, por la propia naturaleza del propósito– sin que medie juicio alguno, de un modo casi mecánico, propio de un registrador de la propiedad. La tosquedad y la banalidad de gran parte de la arquitectura que triunfa en los medios es una consecuencia directa del eclipse de los valores visuales que acompañó al “conceptualismo” a que me acabo de referir.

E – La práctica para proyectar se adquiere re-construyendo obras de arquitectura ejemplares, de modo similar a lo que ocurre en la pintura o en la música, para referirme a dos prácticas artísticas claramente diferenciadas. La mejor manera de apreciar los valores de un libro, por parte de quien esté interesado en la escritura como actividad literaria, es traduciéndolo a otro idioma: probablemente, ello explica por qué es tan frecuente que los buenos escritores han sido previamente traductores literarios a su idioma.

No considero necesario insistir más en un enunciado que no solo perece razonable, sino que está avalado por la experiencia de siglos: hace únicamente cincuenta años que la enseñanza del proyecto se basa en la ficción profesional, es decir, en proponer un solar y un programa; eso si, con la ayuda de un profesor asistente que corrija los desvaríos demasiado evidentes en alumnos dados al jolgorio, o que proponga desvaríos homologados a los alumnos demasiado tímidos, según la época.

Tan curioso sistema de docencia se basa en una asunción previa claramente equivocada: que la competencia para ordenar la materia y el espacio es una tendencia innata del ser humano, análoga al equilibrio que permite aprender a montar en bicicleta sin necesidad de un curso teórico previo. En efecto, la idea compulsiva de “creatividad” sobre la que se basa la noción más banal de modernidad artística ha conseguido ensombrecer la disciplina intrínseca a cualquier práctica del arte: desde esta perspectiva, la prueba –¿con qué orientación?– y el error –¿con qué criterio?– se han asumido en la docencia de proyectos como garantía de autorregulación de cualquier estrategia guiada por la faceta más comercial del afán “innovador”.

En mi libro El proyecto como (re)construcción (Barcelona, 2005), describí y argumenté una propuesta alternativa de lo que se podría definir como “enseñanza liberal”: se trata de (re)construir obras de arquitectura ejemplares, siguiendo un procedimiento que describo, de modo que tanto el análisis como la reconstrucción se realizan dando prioridad a la dimensión visual de la arquitectura. No creo que haya que argumentar mucho a favor de un procedimiento que tiene el aval de la historia, aunque quien sienta curiosidad por esta aproximación encontrará en mi libro la argumentación suficiente para salir de dudas.

No, no se puede proyectar sin contar con materiales de proyecto, del mismo modo que no se pueden obviar los materiales de construcción: en efecto, la tarea ordenadora del arquitecto no puede actuar solo sobre la pura materia, sino que tiene que valerse de elementos y criterios de la propia arquitectura que constituyen verdaderos materiales de proyecto. El resultado trascenderá necesariamente los valores de los elementos de los que parte: nadie atribuye a Antonio Vivaldi el mérito del concierto para cuatro claves de Johann Sebastian Bach aunque este sea una mera trascripción de aquel.

 

Coda para descreídos

Para concluir esta intervención, en la que he tratado de abordar brevemente algunas cuestiones esenciales de la enseñanza de la arquitectura, quisiera recordar que, a lo largo de la historia, ha habido épocas con menos demanda de proyectos que otras: la inercia estética y el compromiso con la tradición han evitado, en muchos casos, la desaparición de una práctica en situaciones tan adversas como las que experimenta actualmente la práctica del proyecto.

No se trata, pues, de actuar con la esperanza de que lleguen tiempos mejores, sino con la responsabilidad de ser herederos de un período en el que la arquitectura alcanzó probablemente las cotas más altas de su historia, debido a la coincidencia en el tiempo de una serie de factores que difícilmente se dan simultáneamente.

Existe una demanda externa que puede desaparecer, suplantada por la valoración de una idea tan banal como extravagante del espectáculo –como ocurre en la actualidad–, pero también existe una demanda interna, promovida por la propia arquitectura, que deberíamos atender, cuando menos quienes nos dedicamos a la enseñanza, tanto por responsabilidad histórica como por imperativo moral.

 

V-2010

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