Arquitectura del proyecto

XII-2016

Preámbulo

0/ Insistir en la docencia del proyecto de arquitectura a mi edad puede deberse a una inquebrantable fe en su porvenir, dada su notoria ineficacia en el presente, o bien, a un imperativo de responsabilidad histórica, es decir, a la obligación moral de compartir experiencias no por mas inusuales, menos fecundas. Vista la ligereza con que se han abierto Escuelas de Arquitectura durante las últimas décadas, y el sentido de su repercusión en el nivel medio profesional, nada aconsejaría perseverar en el benemérito empeño de la enseñanza. Menos aún, cuando en la biografía se acumulan cuarenta y cinco años de docencia de proyectos, como es mi caso. En otras palabras, aunque me vean envuelto en este empeño, no soy un necio obstinado, simplemente, quiero compartir unos cuantos criterios acerca del proyecto tan versátiles como productivos.

No; no soy un ingenuo ni un iluminado: no me empeño en enseñar a proyectar como parte de una cruzada personal para regenerar la estética de nuestras ciudades: ese no parece hoy ser el objetivo de nadie.

He dedicado mi vida intelectual a desvelar el sentido estético de la arquitectura moderna y a argumentar su vigencia. En cuanto a la práctica, estoy empeñado en dar continuidad a los criterios de forma modernos a través de mis proyectos.

Es, pues, un impulso de responsabilidad lo que me hace perseverar en la actividad docente: un sistema estético no se agota mientras alguien sea capaz de ponerlo en práctica, con independencia de su grado de eficacia momentánea. El cometido marginal de la poesía en la sociedad actual no impide la existencia de grandes poetas.

 

1/ No creo necesario cursar un master para advertir la ineficacia actual de la arquitectura, es decir, la irrelevancia de su aportación en la construcción de un mundo ordenado. No porque la arquitectura -su historia- sea incapaz de ofrecer principios y criterios para ello, sino porque los responsables de la construcción han llegado a la conclusión de que “los arquitectos son caros y pasados de moda”. En efecto, a pesar del esfuerzo de los colegas por ofrecer lo mejor de sí mismos, poniendo a prueba hasta la extenuación el lado creativo de su cerebro, los promotores se sobran y se bastan para llenar el mundo de inmuebles tan banales y toscos como los proyectarían la mayoría de arquitectos, pero mucho más baratos.

No sé si los promotores han llegado a la conclusión de prescindir del proyecto por si solos o se han visto animados por el creciente grado de desorientación que reina en el mundo de la arquitectura, lo que ha provocado su vertiginosa decadencia, iniciada hace ya varias décadas. Digo prescindir del proyecto, como instancia ordenadora, no de los arquitectos, ya que de ellos no pueden prescindir, por imperativo legal. Hasta la más burda promoción inmobiliaria tiene, en la mayoría de países, un arquitecto que la legaliza administrativamente.

A este respecto, se abre un interrogante básico: si la arquitectura no está en crisis, sino el uso que los profesionales hacen de ella: ¿son los arquitectos, en exclusiva, los responsables del deterioro formal creciente del mundo físico? La hipótesis de que la arquitectura no esté en crisis se apoya en que la perspectiva con que se contempla el pasado -junto con los recursos técnicos de hoy- permitirían construir la mejor arquitectura de la historia.

 

2/ No discutiré la mezquindad y la codicia de muchos promotores, ni la insensibilidad e incultura de muchos políticos, pero a ningún constructor ni político se le hubiera ocurrido irrumpir en las ciudades con la grosería y arrogancia con que muchos arquitectos plantean sus “edificios emblemáticos”. No tanto por sensibilidad, cuanto por prudencia, por el miedo al ridículo, situación que muchos arquitectos no contemplan, porque se esconde en su conciencia tras los mitos de la “innovación” y la “creatividad”.

No quiero que se entienda la anterior consideración como un argumento exculpatorio del resto de agentes de la construcción mundial, sino que trato de neutralizar el repetido argumento de que “no lo hacemos mejor porque los promotores -privados y públicos- no nos lo permiten”. No vean en mi postura un ápice de masoquismo, pero no comparto el escamoteo de la responsabilidad de los arquitectos en el progresivo desorden del planeta, con el pretexto de que “la culpa es de los otros”.

 

3/ De todos modos, estoy convencido de que los arquitectos no son tan erráticos como puede parecer a primera vista: a menudo veo edificios banales y afectados que permiten adivinar, en cambio, un talento en bruto, capaz de mejores frutos. Se diría que ensayan muecas o repiten chistes malos para hacer gracia, porque nadie les ha dicho antes que no se trata de hacer gracia, sino de proyectar bien; o, mejor, porque les han dicho que el proyectar bien es cosa de resultar graciosos.

No; no son tan tontos: simplemente, están desorientados. Se han formado en un “relativismo creativo” que tranquiliza los espíritus y propicia la impostura. No conocen el fundamento de lo que manejan, ni saben dónde se dirigen sus acciones, más allá de tratar de agradar a una demanda eternamente insatisfecha, porque tampoco tiene criterios de selección: les han enseñado a valorar lo raro por encima de lo bueno.

No se trata de un problema técnico, no es que muchos arquitectos actuales no sepan “proyectar bien”, sino que no conocen los criterios de bondad, y así es muy difícil llegar a proyectarlo. En esa situación, los concursos adquieren unos peligrosos tintes de farsa: se diría que tratan de escoger “lo mejor”, cuando -en general: concursantes y jurados- desconocen la idea de “lo bueno”.

Los arquitectos que acarician la cincuentena se han formado generalmente con profesores que están aquejados del mismo desconcierto que alimenta sus espíritus, que no han tenido otro criterio de valoración que “lo que traen las revistas”, y que han tenido que orientar a los alumnos sin estar ellos mismos orientados. De modo que son varias generaciones de arquitectos a la deriva lo que ha provocado la banalidad y desidia que luce la arquitectura, desde hace décadas, como digo.

Verán que no estoy refiriéndome a los arquitectos del espectáculo y a sus obras -que, con independencia de su notoriedad, representan una porción insignificante de la nueva construcción- sino a los arquitectos anónimos, aquellos que utilizan sus equívocas habilidades y sus atribuciones profesionales para ganarse la vida. Aquellos que contribuyen con sus obras al aspecto más general de nuestras ciudades.

Las “estrellas”, en este caso, tienen la doble función de, por un lado, propagar la audacia y la desvergüenza entre los arquitectos comunes y, por otro lado, tranquilizarles la conciencia: en efecto, sus obras son una constante y ruidosa proclama de que “ellos tampoco saben ni de dónde vienen, ni dónde van”.

 

Antecedentes

4/ El origen de la desorientación que comento no se debe a una pandemia de amnesia, sino que la confusión está determinada por: a/ la indefinición del cometido profesional y b/ la falta de un marco de referencia que proporcione criterios para el proyecto. Es decir, no se conoce el objeto del trabajo ni se dispone de recursos para alcanzarlo, lo que convierte la práctica del proyecto en una actividad doblemente irresponsable que se retroalimenta: al no conocer el objetivo, cualquier criterio es bueno; al carecer de criterios, no se alcanza jamás a vislumbrar el objetivo.

El efecto combinado de ambas carencias ha determinado que durante el último medio siglo, los arquitectos no han producido un saber acumulativo capaz de controlar el presente y servir de fundamento para el futuro. Tal situación resulta dramática para cualquier actividad, pero es más perversa -si cabe- en el ámbito de la arquitectura que, por definición, se ha desarrollado sobre la experiencia constructiva y el proceso de su representación.

 

a. Respecto al primer déficit -el cometido del arquitecto-, reconstruir el proceso de destecnificación progresiva de los estudios para insistir en una artisticidad de opereta -que ha determinado la formación del arquitecto de los últimos cincuenta años- nos llevaría a un curso de historia económica y social, que cae muy lejos de mi propósito aquí, ahora. Conste, no obstante, el proceso esbozado.

En realidad, parece que la noción de arquitecto que ha triunfado en el mundo está muy lejos de la definición de la arquitectura como “representación de la construcción”, donde la construcción es el objeto sobre el que actúa el filtro de la arquitectura. Se diría que el arquitecto actual es un “constructor de conceptos” que sufre la incómoda disciplina que a un cometido tan intelectual imponen las miserias de la construcción material. “¡Incluso, con pilares!”, me dijo un profesor de proyectos para elogiar un trabajo mío reciente. Su comentario trataba de peraltar el mérito de mi proyecto: en efecto, que mostrase -“incluso”- la estructura era un plus de valor a su eventual claridad conceptual.

De todos modos, de lo que se aprecia al sobrevolar cualquier ciudad con el Google Earth. no parece que la proliferación del “arquitecto artista” en el mundo haya sido un éxito, a tenor Las ciudades, en el mejor de los casos, muestran un centro de traza medieval, un ensanche de cariz decimonónico y unas extensiones sin ascendencia ni identidad conocida. La mayoría de ciudades, a partir de los años sesenta, pierden su nombre y se convierten en universos amorfos, constituidos por episodios inmobiliarios que no responden a otro criterio de orden que el de escatimar escaleras y ascensores, y reducir al máximo espacios comunes.

En definitiva, los arquitectos han asumido con albricias una situación cómoda para las administraciones: tener un responsable civil de cada construcción, que acepta un cometido subalterno, claramente prescindible, en el crecimiento de las ciudades.

En la construcción de los huecos de los ensanches -solares no edificados o fruto de derribos-, se ha puesto de manifiesto que la ciudad continua exige criterios arquitectónicos coherentes; cuando menos, compatibles. Este no es el caso del último medio siglo, donde la intervención en los ensanches se ha hecho con mentalidad de bricolaje, convirtiendo algunos sectores trazados a mediados del siglo XIX en un amasijo inorgánico de construcciones no solo diversas, sino en muchos casos, incompatibles.

Cuando mayor es la escala de la intervención, más difícil es reconocer el cometido ordenador del arquitecto, en contra de lo que parecería razonable. Los criterios de explotación se imponen claramente a los de habitabilidad, limitando el cometido del proyecto a asegurar la accesibilidad a todos los bloques. Las calles se convierten en carreteras, con aceras para peatones.

La sumisión de las masas de arquitectos administrativos, a cambio de la exclusiva de legalizar construcciones, les ha permitido enriquecerse en épocas de expansión, pero tan peculiar cometido, vaciado de cualquier dimensión técnica -y, no digamos, artística- se ha visto superado por la lógica de la construcción masiva: con firma de arquitecto, pero sin ninguna arquitectura que la redima.

El papel de estilista en las prótesis urbanas y la función de testigo mudo en las promociones suburbanas, no ha dejado al arquitecto en las mejores condiciones para afrontar las crisis económicas. Tal situación ha relegado la demanda más generalizada a los concursos de poca monta y al proyecto-legalización de segundas residencias -cuando no, reformas de cocinas y baños- para familiares y amigos.

 

b. La segunda carencia -la falta de un horizonte técnico y estético para el proyecto-, se debe a un doble malentendido: en efecto, la actual confusión en que moran con naturalidad los arquitectos es fruto de una idea equivocada del sentido estético de la modernidad.

No es aventurado decir que la modernidad artística es la mayor revolución estética de la historia: en efecto, desde el Renacimiento no ha habido un cambio en los criterios de forma con un calado y trascendencia similares. La magnitud del cambio hizo pensar a sus cronistas que era precisamente la capacidad de cambiar permanentemente lo específico de lo moderno, lo que les hizo centrar el foco en la apariencia de las obras y obviar los cambios esenciales en su estructura formal. Es frecuente leer que la modernidad supuso “un cambio de lenguaje”, es decir un modo distinto de decir las mismas cosas, lo que demuestra la falta de lucidez con que la crítica se enfrentó a la nueva arquitectura, creyendo que se trataba de una simple moda, tan notoria como efímera.

La ligereza con que los críticos asumieron el destino de la “revolución constante” acabó haciendo mella en la conciencia de los arquitectos. A pesar de las contradicciones entre la experiencia y sus escritos -en efecto, Mies van der Rohe, a quien no dudaban en ensalzar, se pasó la vida puliendo el mismo proyecto-, la crítica consiguió instaurar la idea de “lo original” como valor. Una acepción de lo original que lo vincula con lo insólito, lo sorprendente.

De ese modo, durante la segunda mitad del siglo XX los críticos estuvieron ocupados en encontrar pretextos y conjeturas pseudoteóricas que tomasen el relevo de “una modernidad superada”. Así, organicismo, realismo, historicismo, brutalismo, inclusivismo, sintacticismo, complejidad y contradicción, razionalismo, contextualismo, regionalismo crítico y decostructivismo son algunas de las creencias que han ido ocupando sucesivamente las páginas de la prensa especializada.

En los últimos años, a la vez que se aprecia un dudoso interés por la arquitectura moderna, más motivado por la austeridad a que ha conducido la crisis que por ninguna convicción seria, se ha instituido el “cambio permanente” como categoría definitiva de la “modernidad contemporánea”, ahora amparado con el mito comercial de la innovación: “la arquitectura es emblemática o no existe”.

5/ En cuanto al sentido estético del cambio, se recurrió a varios tópicos para que la nueva arquitectura alcanzase la plausibilidad de la que gozaba, a pesar de todo, un clasicismo en decadencia: funcionalidad, racionalidad y maquinismo son los fetiches conceptuales que utilizaron los críticos para explicar una arquitectura cuyo fundamento estético no acababan de entender.

En cuanto a la primera: “form folows function” es la frase que más ha perjudicado a la arquitectura desde que fue pronunciada: no; la forma no sigue -ni se desprende- de la función, sino que la forma contiene la función como parte de su propia consistencia arquitectónica. Una forma que no contenga la función que ordena es un mero ejercicio sintáctico, sin relación alguna con lo arquitectónico.

La insistencia con que algunos arquitectos importantes se refirieron a la función se debe a su propósito de encontrar legitimidad objetiva a una arquitectura sin precedentes.

La racionalidad de la que hablan los cronistas de la modernidad tiene su origen en su dificultad para captar en sentido visual de los nuevos edificios: les parecen fríos, impersonales, mecánicos, racionales. El abandono de la mímesis que consumó la arquitectura moderna obligo a la crítica a encontrar referencias plausibles para la nueva imagen. Abandonados, tanto la naturaleza abstracta del clasicismo, como la naturaleza estilizada del Art Nouveau, la cuestión de la figuración moderna se resolvió con la expresión “estética de la máquina”.

Más allá del parecido de algunos edificios modernos con buques de gran tonelaje, la cuestión de la apariencia desenfoca el fundamento de la arquitectura moderna: en efecto, la aportación de la modernidad no se sitúa en el dominio de la figuración, sino en el de la forma.

No se puede hacer una interpretación más apresurada de las soflamas maquinistas de Le Corbusier: la máquina representa en sus escritos un organismo estructurado con criterios de economía, precisión, rigor y universalidad, atributos ajenos a la eventual apariencia que adquiera en cualquier circunstancia.

Quien mira las estrellas, no el dedo que las señala, sabe que más de un siglo antes, Emmanuel Kant, en su Critica del juicio (1790) propone los seres vivos como referencia para la obra de arte: en efecto, la finalidad de la obra de arte -sistema de relaciones que vincula sus partes- es análoga a la de los seres vivos, con la diferencia de que, en el arte, dicha finalidad no está orientada a un fin exterior a la propia consistencia del objeto y en la naturaleza tiene que ver con la existencia de vida, vino a decir Kant.

En definitiva, los atributos de economía, precisión, rigor y universalidad, que también están implícitos en la máquina, son los valores de la naturaleza que han servido de referencia para el arte de cualquier época.

Lo peor no es la falsedad de estas instancias como determinantes del proyecto -la función, la razón y la máquina-, sino la creencia que fomentan según la cual, a partir de la función, aplicando la razón y la “estética de la máquina”, se puede proyectar un edificio “de la nada”. Recuérdese la célebre imagen del “papel en blanco” que usan muchos profesores particularmente entusiastas de la “enseñanza creativa”.

Solo un precipitado, se atrevería a hablar del “papel en blanco”, haciendo gala de su desprecio de la experiencia o, lo que es peor, de su desconocimiento del pasado: el rechazo a la experiencia es probablemente el efecto más pernicioso de los cronistas de la modernidad, precisamente el que justificó la sarta de creencias infantiles con que se ha tratado de jubilar la arquitectura moderna, a lo largo de los últimos cincuenta años.

Un rechazo de la experiencia que provocó la ilusión de que la arquitectura moderna hace los edificios a medida del programa, sin la mediación de instancias formales previas, lo que supone la instauración de la chapuza del remendón como modo de proceder: es decir, la adecuación sintomática de los edificios a sus programas. No se trataba ya -como había ocurrido a lo largo de la historia- de encontrar arquetipos formales compatibles con el programa al que atienden por su analogía estructural, sino de producir un edificio para cada ocasión, capaz de satisfacer los aspectos contingentes de un programa casi siempre mal formulado.

 

6/ La arquitectura moderna se basa en una nueva idea de forma explorada por las vanguardias pictóricas constructivas: neoplasticismo, suprematismo y purismo: una forma en la que la simetría se cambia por el equilibrio; la unidad, por la cohesión, la coherencia, por la consistencia, y la igualdad, por la equivalencia. Sin renunciar un ápice a la sistematicidad clasicista, la forma moderna ordena sin recurrir a la jerarquía axial, usando la clasificación equilibrada.

No se trata, como se ve, de un mero cambio en la apariencia, provocado por le emergencia de “un nuevo lenguaje”, cuya contingencia convierte en obsoleto en pocos años, sino de un cambio radical en los atributos del orden, cuya trascendencia impide que se agote “en el arco temporal de una vida”, como recordaba Colin Rowe en la introducción a Five Architects (1972).

Ese cambio radical, no supone un cambio en el objetivo de la arquitectura, que continúa siendo “representar la construcción”, sino que da más margen de acción al arquitecto, en tanto que amplía el terreno de juego y modifica la acción de las reglas, pero no renuncia un pelo al cometido ordenador de la arquitectura histórica, por el contrario, lo incrementa e intensifica.

 

7/ Así las cosas, solo la ignorancia -en una combinación perfecta con una irresponsabilidad sin causa- se atrevió a jubilar la arquitectura moderna a las pocas décadas de sus primeras manifestaciones, precisamente, cuando estaba dando sus mejores frutos: los ataques más virulentos contra la forma moderna se dieron durante la construcción del Seagram Building, de Mies van der Rohe (1956-58).

Los profesionales de a pie no entendieron jamás la decisión: de hecho, siguieron practicando lo que habían aprendido unos años más, hasta que la presión de los críticos fue insoportable para unos arquitectos adiestrados a usar criterios, no a cuestionar el sentido estético de su abandono.

Hace quince años, hablando con Mario Roberto Álvarez, le mostraba mi admiración por la contundencia con que seguía proyectando con criterios modernos, cuando el mundo de los arquitectos se pirraba por el brutalism. ”No obstante, tu seguiste fiel a la arquitectura moderna”, le dije. “Pero, ¿es que hay otra?”, me respondió.

Efectivamente, no hay otra. Pero es difícil que un profesional llegue a esa conclusión, porque no lo han preparado para llegar a ese tipo de conclusiones teóricas: simplemente lo han instruido para aplicar criterios precisos con los que proyectar edificios consistentes. Si cambian los criterios, un buen profesional cambia la respuesta, con independencia del sentido estético de la nueva ley.

Solo los arquitectos que a la solvencia profesional añaden una gran lucidez intuitiva lograron zafarse de la consigna que se generalizo a finales de los años cincuenta del siglo XX: “la modernidad ha muerto”.

 

 

Propuesta

8/ Quiero advertir que -como ha sido una constante en mi actividad didáctica- no trataré de proponer una “teoría del proyecto” como instancia operativa: mostraré los criterios con que afronto las distintas situaciones de proyecto, con la esperanza de que las adopte-–o, simplemente, se interese por ellas- quien las considere útiles. Así, a menudo recurriré al axioma avalado por la experiencia, más que a la argumentación teórica que deriva de la reflexión.

Lo anterior no significa que renuncio a la reflexión teórica. Recurriré a ella siempre que el desarrollo del proyecto lo aconseje, de modo que la teoría cumpla su cometido auténtico: asistir a quien proyecta, cuando el proyecto se encalla.

La teoría no es un sistema de preceptos operativos, como muchos creen, sino la tentativa de responder a través de la reflexión a aquellas cuestiones que el sentido común no es capaz de aclarar. Así las cosas, es muy difícil que las respuestas que uno encuentra a esas cuestiones sirvan para otros que probablemente se plantean preguntas diferentes. En definitiva, la teoría sirve para identificar nudos problemáticos que conviene esclarecer, más que para dar instrucciones útiles para la práctica del proyecto.

A menudo se recurre a la teoría como un ámbito de verdades autónomas, capaz de sobrevivir sin ningún sobresalto que plantee la práctica: así, quienes se dedican a “la teoría” suelen verlo como una alternativa inmaculada de la práctica. No; a eso le llamo práctica discursiva, capaz de desarrollarse con independencia de la arquitectura, como se ha visto en las últimas décadas, pero sin otra incidencia en el proyecto que el efecto negativo de inhibir el juicio.

De todos modos, quien tenga interés en profundizar en algún aspecto, más allá de lo desarrollado en el curso, puede recurrir a los escritos que constan en mi web, en el apartado de escritos y conferencias. Concretamente, puede resultar útil la lectura atenta del escrito “Arquitectura, juicio y proyecto” (2015).

Quiero advertir que mi aproximación a la arquitectura trata de afrontar con seriedad y rigor su condición de sistema artístico que media entre la construcción y la obra. No obstante, la analogía con la música me permite acaso definir mejor mi perspectiva: si, a lo largo de las últimas décadas, se ha asociado el arquitecto con el compositor que “crea de la nada”, sin otro bagaje técnico que su “creatividad”, mi planteamiento relaciona su trabajo con el del interprete que traduce la música de otros y, al hacerlo, aprende los fundamentos de la propia música desde dentro. Entre los interpretes -instrumentistas o directores de orquesta-, quien se lo propone y tiene talento para llevarlo a cabo, afronta la composición. De modo similar a como entre los buenos traductores literarios suelen salir buenos escritores.

Esta reflexión tiene que ver con la recurrente pregunta sobre si la arquitectura es un arte. En efecto, la confusión de la arquitectura, como sistema estético, con los arquitectos, como gestores y ejecutores, hace plantearse a algunos una cuestión que queda debería tenerse resuelta en los primeros años de enseñanza media: en efecto, la arquitectura, como sistema que media entre la construcción material y su representación visual es un arte, sin duda alguna. Ahora bien, la arquitectura, entendida en su acepción más banal, como el conjunto de los edificios que pueblan la tierra, efectivamente, no tiene nada que ver con el arte.

Así, ¿debemos concluir que la arquitectura es un arte, pero sus productos no son artísticos? Un ejemplo aclarará la aparente paradoja: la medicina es una ciencia y, en cambio, la mayoría de los médicos no pueden considerarse unos científicos, sino unos profesionales formados en la técnica de salvaguardar y caso recuperar la salud, usando recursos producto de la ciencia. Pues bien, los arquitectos -en el mejor supuesto- son unos técnicos, formados para manejar criterios de la arquitectura, sin que ello les acredite como artistas. Solo en el caso de que su práctica supere el nivel de la gestión para abordar la construcción de universos formales dotados de sentido histórico y consistencia formal -es decir, afrontar la construcción de obras de arte, se pueden considerar artistas.

Es razonable pensar, por tanto, que es inevitable pasar por un estadio de práctica técnica, en el que se gestionan técnicamente criterios propios de un sistema artístico, si se quiere entrar en el dominio de la práctica artística.

Así han actuado los arquitectos a lo largo de la historia y no hay motivo para pensar que las cosas hayan cambiado: por el contrario, la desorientación y el desconcierto que provoca no disponer de un sistema convencional de criterios fiables debería acentuar la conveniencia de la “interpretación” como paso previo a la “composición”. Interpretar una arquitectura existente presupone la acción del juicio sobre que arquitectura tomar como referencia, es decir, obliga a reconocer los valores sobre los que asentar el proyecto. Reconstruir la mejor arquitectura del pasado es el mejor modo de sentar las bases para proyectar la arquitectura actual y, así, orientar la arquitectura del futuro.

Bernardo Rossellino fue maestro de obras en la construcción del Palacio Rucellai, con proyecto de L. B. Alberti. El papa Pio II -es decir, Enzo Piccolomini- encargó a B. Rossellino el proyecto y construcción de la Plaza de Pienza, incluyendo la catedral y el palacio. La experiencia acumulada por B. Rossellino en el Palacio Rucellai le sirvió para introducir pequeños -pero decisivos- cambios en el Palacio Piccolomini que contribuyen a mejorar el proyecto de L. B. Alberti. Probablemente, desde entonces, B. Rossellino fue considerado arquitecto.

 

9/ Los datos de la realidad no revelan un interés por la arquitectura de los que gobiernan la construcción el mundo comparable al que hubo a mediados del siglo pasado, pero, si por un casual la tendencia se revirtiese, ¿con que arquitectos contarían los nuevos promotores?

Si no se quiere navegar por un limbo ingrávido donde “cualquier viento es bueno, porque no se sabe dónde va”, hay que tener criterios de orden a los que referir las decisiones de proyecto. Sin esos criterios se desconocerá de que arquitectura del pasado hay que partir, si no se quiere “descubrir la pólvora” a cada momento. Tales criterios de juicio -es decir, de reconocimiento de los valores de la arquitectura, por tanto, de crítica y de acción- exigen la existencia de un marco estético: no pueden inferirse en cada caso sin aludir a un sistema de valores que les da sentido.

La construcción de un marco como el referido no es tarea fácil; menos aún, en un entorno en el que los arquitectos se han acostumbrado a seguir “lo que traen las revistas”, sin preguntarse por el sentido de esas novedades.

Ser profesor en los últimos cincuenta años ha sido una actividad equívoca, por el desamparo en que han tenido que actuar, pero que -por ese mismo motivo- ha propiciado la impostura. En realidad, tampoco la mayoría de los profesores son tan despistados como algunas veces parecen: la mayoría de ellos han sido víctimas de tener que enseñar algo que, en el fondo, desconocían.

Es evidente, pues, que el problema fundamental para el arquitecto de hoy es la falta de criterios de juicio debido a que no dispone de un sistema de valores que fundamenten tales criterios. Ese marco de referencia, a lo largo de la historia, lo ha suministrado la tradición, es decir, el conjunto sistemático de principios, criterios y formas que una generación transmite y entrega a la siguiente.

En definitiva, el abandono de la tradición clásica que supuso la adopción de la forma moderna fue interpretado por los críticos como la abolición de la idea misma de tradición: sin tradición el arquitecto va a la deriva en un universo ingrávido sin criterios ni referencias.

 

10/ Si -como se ha visto- el problema esencial de la desorientación actual es la ausencia de criterios de juicio que ayuden a la toma de decisiones, el trámite previo es conocer el cometido de la práctica del proyecto, en otras palabras, “saber a qué se juega”. Estoy convencido de que el problema esencial de la reflexión teórica de la arquitectura a lo largo de la segunda mitad del siglo XX ha sido la cuestión sobre el sentido estético de la modernidad, es decir, el identificar el horizonte estético de la práctica del proyecto.

En mi caso, como dije, he dedicado los últimos cincuenta años a identificar el sentido auténtico de la arquitectura moderna, no solo a través de la reflexión teórica -aspecto, sin duda, importante de mi actividad-, sino sobre todo por medio del reconocimiento visual de la gran arquitectura de mediados del siglo XX. Así, he conseguido, por una parte, definir el horizonte estético de mi práctica del proyecto y, por otra, adquirir los recursos necesarios para llevarla a cabo.

No ha sido tarea fácil: me ha obligado a vivir contra corriente, pero acompañado por la gran arquitectura moderna -no solo la de los célebres “maestros”-, que he ido descubriendo progresivamente, prescindiendo de los “reyes por un día” que cada década las revistas ensalzaban y elevaban a los altares de la fama.

He ido viendo como los famosos del tiempo caían en el olvido a los pocos años de ocupar las revistas, mientras los arquitectos que me interesaban agrandaban su figura con el paso de los años.

En definitiva, he ido estableciendo mi propia tradición, lo que me ha permitido actuar con un marco de referencia riquísimo en amplitud y diversidad que da recursos y versatilidad a mis proyectos.

Me he decidido contar, para esta ocasión, las carpetas de mi archivo de arquitectos de cabecera y mi sorpresa ha sido que, lejos de los setenta u ochenta que suponía que la integran, mi archivo está compuesto por más de 150 entradas, dentro de cada una de las cuales hay varias docenas de carpetas, dedicadas cada una a una obra en exclusiva. Todo este archivo se compone de varios cientos de miles de imágenes perfectamente catalogadas, a las que puedo acceder en segundos.

Doy este dato porque de un tipo exigente como yo cabría esperar un iconostasio de media docena de admirados, a lo sumo. “A usted no le interesa casi nadie, ¿no?”, me han dicho alumnos y amigos, en ocasiones. “Ya ven: más de 150 arquitectos de quienes he aprendido algo. Dudo que, en una hora, todos ustedes juntos, incluso usando revistas del momento, lograsen reunir una cifra parecida”, les respondí, en una ocasión. Es evidente que la edad juega a mi favor, pero, también la amplitud que da a mi mirada el actuar más con criterios que con notoriedades.

Hace casi veinte años, un buen amigo, que me ayudaba a compaginar Curso básico de proyectos (1998), me dijo: “Tienes curiosidad por saber los años a que pertenecen las imágenes con que ilustras el libro. Me he entretenido en anotarlos: ochenta por ciento corresponden a los años cincuenta y sesenta, trece por ciento son anteriores a esos años y solo siete por ciento se acabaron en los años setenta o posteriores”.

Esbocé una sonrisa de sosiego, y se me debió iluminar el rostro de alegría: era la prueba de que mi mirada seguía en forma: se trataba de imágenes escogidas por su calidad, sin que conociera en la mayoría de los casos a que arquitecto pertenecían; solo recordaba -eso sí- la ciudad donde las tomé. Me tranquilizó el hecho de que mis actos respondieran perfectamente a mis preferencias.

 

11/ Bien, pero, ¿cómo se aprenden esos criterios de juicio?, dirá alguno. La mayoría de arquitectos de los que usted habla no debieron escribir en su vida. Efectivamente, no debieron escribir y, si lo hicieron, desconozco sus textos: me han interesado sobre todo por sus proyectos arquitectónicos. A estas alturas de mi confesión, habrán advertido que aprendo a través de la mirada atenta de sus obras. O, mejor, de la mirada lúcida de las fotos de sus obras.

Aunque sea solo un breve excurso, quiero dejar constancia de mi agradecimiento entusiasta a los fotógrafos de “las décadas prodigiosas” -años 50’s y 60’s del siglo XX- por su labor inestimable de transmisión de los valores formales de la arquitectura moderna. A menudo, los grandes fotógrafos -desde Francesc Català Roca, hasta Ezra Stoller o Julius Shulman, por hablar de tres muy conocidos- supieron captar los valores formales de la arquitectura moderna porque disponían de una mirada cultivada y atenta a los criterios formales de la modernidad. Unos valores y criterios que, si bien aparecieron en la pintura, la arquitectura fue su principal beneficiaria.

Acaso sorprenda lo que digo a quienes se han formado en un conceptualismo miope, a falta de otras instancias de verificación del proyecto. El abandono de cualquier horizonte estético que suministre los criterios de juicio provocó, a mediados de los años sesenta, una obsesión por “la idea” o “el concepto” -“el partido”, dicen, en el cono sur- como elemento legalizador del proyecto. “Si un edificio responde a la idea que el arquitecto se planteó al comienzo, puede considerarse adecuado el proyecto que lo describe”: sobre esa creencia se ha basado gran parte de la peor arquitectura del último medio siglo.

El mito del “concepto” venía a resolver la orfandad estética en que proyecta quien no dispone de un sistema al que referir las decisiones, con un costo altísimo: la renuncia a la visualidad como vía por la que se reconoce la forma arquitectónica. De ese modo, esa ficción ha eliminado la visualidad del horizonte de los arquitectos y ha instaurado una incultura visual que tiene mucho que ver con el “feísmo” y el gusto por la malformación que menudea en la arquitectura actual.

Reivindicar la visualidad en arquitectura es como reivindicar la sonoridad de la música, una obviedad innecesaria. Los hay que se pirran por leer partituras: es una distracción inocua, pero tiene poco que ver con la gratificación estética que deriva de la audición de la música. A quien actúa así, en el mejor de los casos, le basta con “entender” los criterios de composición de la obra. En muchas ocasiones, se siente recompensado con descubrir los pasajes que el director ha suprimido o alterado.

No se trata, en cambio, de “mirar para reproducir”, aunque la mayoría de las veces sería mejor una copia competente que una interpretación equivocada. La mirada cultivada trata de ver en lo peculiar principios universales que trasciendan el caso que se observa, en definitiva, el que sabe mirar convierte las soluciones en criterios. Así, la arquitectura del pasado no se reduce a un mero repertorio de recursos concretos, sino que se asume como fuente de criterios genéricos que darán lugar a arquitecturas siempre renovadas.

 

12/ “En arte, solo lo mejor es aceptable”: esa ha sido la máxima que ha marcado desde siempre mi relación con la arquitectura. En consecuencia, he apuntado siempre a la excelencia, tanto en mis proyectos como en sus referencias, distinguiendo perfectamente entre la actualidad y la vigencia: no me ha preocupado centrar mi interés en arquitectura del pasado inmediato, convencido de su vigor, por encima de la arquitectura más celebrada del presente.

Podría decirse que en mis preferencias he atendido más a la historia -en el sentido riguroso del término- que a la crónica periodística de la actualidad.

“Pero, esa arquitectura de la que usted habla es de hace cincuenta años”, pensará más de uno. Efectivamente: por eso he dedicado mis proyectos a recuperar la continuidad con esa arquitectura, interrumpida por el irresponsable abandono de sus criterios de orden. Mis esfuerzos se han encaminado a proveerme de una tradición que la crítica anuló, convencido de que la historia no se cambia con simples decretos.

Digo continuidad, lo que significa proceso, no repetición o pastiche: no le costará esfuerzo al espectador con la mirada cultivada identificar los elementos que dan historicidad a mis proyectos, más allá de la localización histórica de sus referencias.

 

13/ “La forma no es el objeto de la arquitectura, sino que es su inevitable resultado”. Esta sentencia de Mies van der Rohe ha servido para argumentar lo contrario de lo que intentaba decir: se ha interpretado como que la forma es el resultado inevitable de la atención a la utilidad, cuando trataba de decir que aun cuando lo esencial del edificio no es la forma, la concreción física del inmueble no puede sustraerse de criterios formales.

La diferencia fundamental entre la obra de los arquitectos de hace medio siglo en que baso mi arquitectura y mis proyectos es que yo parto de que “la forma no es pecado”. Hace años, titulé un libro: El formalismo esencial de la arquitectura moderna (2008). La idea que transmite el título da muestra de la perspectiva con que afronto el proyecto y mi convicción acerca de una noción de modernidad que los profesionales de los años cincuenta no se atrevieron ni a pensar.

No solo la experiencia del tiempo pasado, sino -sobre todo- la diferente perspectiva con que afronto el proyecto, marca los momentos distintos del proceso histórico en que se encuentra mi arquitectura y sus referencias.

Por tanto, no sé si peco de inmodesto al decir que mi arquitectura trata de recuperar la tradición moderna -interrumpida, como se sabe, a mediados de los años sesenta-, mediante la compresión en una década del proceso interrumpido durante más de medio siglo. No es que proyecte como en los años cincuenta, sino que trato de proyectar como se proyectaría en la actualidad, si no se hubiera interrumpido el modo moderno de proyectar.

 

14/ Una de las ligerezas que ha propagado la idea banal de modernidad (funcionalista-racionalista-maquinista) a la que me he referido antes es el propósito de hacer el edificio a medida del programa, entendiendo programa en sentido amplio. Es decir, la intención candorosa de concebir un edificio para cada ocasión, de modo que el proyecto del edificio como universo autónomo y espontáneo se convierte en el objetivo esencial de la práctica de la arquitectura.

Esa es la creencia que está en la base de unos artefactos banales y toscos, que no llegaron a ser edificios, cuya cualidad fundamental -en el mejor de los casos- es responder una a una a las exigencias del programa. Cachivaches deformes e insolidarios, incapaces de compartir el espacio con edificios existentes o futuros, porque no están concebidos para trascender su propia desgracia.

 

15/ Los primeros edificios modernos tuvieron que afrontar programas desconocidos hasta entonces, lo que probablemente, en ese momento, justificó la obsesión por el “edificio original y autónomo” que comento.

No obstante, el paso del tiempo contribuyó a instituir los programas, de modo que se convirtieron en habituales los edificios que un par de décadas antes constituían novedad. Por otra parte, al profundizar en los atributos de la idea moderna de forma, los arquitectos llegaron a la conclusión de que la abolición de los tipos neoclásicos sobre la que se funda la primera arquitectura moderna no presupone la abolición del recurso a arquetipos formales que están en la base de los grandes edificios de la historia: tanto edificios clásicos, como, modernos.

A finales de los años sesenta, Alan Colquhoun publicó un artículo fundamental titulado “Typology and Design Method” (Perspecta (vol. 12, 1969), en el que argumenta la inevitabilidad de la conciencia tipológica, en pleno auge de los “métodos científicos de proyecto”.

Gordon Bunschaft llevo la arquitectura de SOM a la cima de calidad del siglo XX, repitiendo edificios casi literalmente, cuando las condiciones lo permitían, y, en todo caso, usando arquetipos formales para afrontar problemas análogos.

Hablo de repetir edificios y de usar arquetipos formales: ni uno ni otro supuesto entra dentro de lo que se conoce como tipología clasicista. Repetir edificios es tomar uno de ellos como modelo de otros que responden a circunstancias similares, con un mínimo de variaciones irrelevantes que determinan las respectivas localizaciones.

Usar arquetipos formales es reconocer que, si se profundiza en las relaciones básicas en que se basa la forma moderna, se llega a la conclusión que solo dos o tres relaciones tienen la dimensión universal que les permite trascender cada caso particular en el que se utilizan: paralelismo, deslizamiento y perpendicularidad, son probablemente las tres grandes estructuras formales sobre las que se ha elaborado la gran arquitectura de la historia; naturalmente, también la moderna.

Pues bien, la perspectiva con que desde la actualidad se contemplan la arquitectura de las grandes décadas -años cincuenta y sesenta- permite identificar los criterios con que actuaban sus autores: la repetición -literal o analógica- de edificios es la práctica más extendida. No hace falta recurrir a la obra de Mies van der Rohe -que insistió prácticamente toda su vida en el mismo edificio- para constatar el peso de la experiencia en su modo de proceder.

Esa misma distancia temporal e histórica permite -en mi caso, es evidente- acentuar la dimensión universal de las relaciones, insistiendo en la noción de arquetipo formal, más allá de la tipología arquitectónica. En efecto, si la tipología se establece en la confluencia de una organización espacial con un programa funcional, el arquetipo formal tiene una entidad más abstracta, previa a la arquitectura, que sugiere configuraciones universales, más fecundas y versátiles en sus relaciones con los programas.

Se trata, en definitiva, de identificar el arquetipo que tiene similitud estructural con el programa, en su expresión más genérica. Este planteamiento cambia el modo de proceder: se abandona la pretensión de proyectar edificios a medida del programa, para centrar el proyecto en identificar el arquetipo que puede ser compatible con la estructura básica del programa.

Este no es un modo de proceder nuevo: estoy convencido de que los grandes arquitectos siempre han actuado así, aunque la explicación funcionalista de la modernidad les impedía confesarlo.

Hace poco vi una presentación de un proyecto de Foster & ass. Junto al Támesis que me hizo recordar algunas presentaciones del PFC de mi época de profesor: se trata de hacer un inventario de circunstancias y condiciones del lugar para que, al final, parezca que no había otra solución que el proyecto propuesto. Es un modo de entender la arquitectura que en los años sesenta ya no se creía nadie más que los profesores de proyectos. Ahora, por lo que veo, Foster & ass. -y otros arquitectos estrella- comparten la creencia del determinismo circunstancial de la forma: probablemente les resulta muy útil a la hora de convencer a los clientes.

No quiero ocultar que para proceder como digo es necesario tener una cultura visual arquitectónica amplia, así como criterios de juicio solventes, para partir de las mejores propuestas para programas similares. Si no somos capaces de mejorarla, cuando menos no empeorarla.

 

Materiales de la ciudad moderna

16/ La aproximación que propongo trata de afrontar la ciudad con los instrumentos de la arquitectura, es decir, con la capacidad de ordenar que debería caracterizar a los arquitectos: el marco de referencia de la ciudad que propongo es el ámbito de principios y criterios definido por los trabajos de los años cincuenta de Van den Broek&Bakema, los proyectos urbanos de Le Corbusier, los trabajos en Chicago, Canadá y Detroit, de L. Mies van der Rohe -este último, en colaboración con L. Hilberseimer- y por los proyectos anteriores de este último. La definición del marco ofrece pocas dudas acerca de la naturaleza claramente arquitectónica de la aproximación que planteo.

No se trata, en fin, de llevar los problemas urbanos al campo de la arquitectura, sino de afrontar unos y otra desde la perspectiva de un orden diverso y consistente, ámbito que nunca debieron abandonar.

Antes de iniciar el proyecto, se ha de disponer de un repertorio básico de los edificios de que se compone el fragmento urbano que se trata de ordenar: no debe olvidarse que la ciudad no se construye con ideas, sino con edificios y los criterios de orden que van a disciplinar su disposición.

Cajas, barras y torres, son los arquetipos básicos de los edificios que construyen la ciudad. Así, previo al curso, los asistentes habrán elaborado modelos tridimensionales de esos arquetipos, de modo que puedan usarlos como materiales del proyecto.

También se deberá disponer de modelos 3D de elementos de equipo y mobiliario urbano: son ingredientes complementarios de la ciudad, que ayudan a dar sentido y verosimilitud a los espacios públicos.

En el curso se suministrarán ejemplos ilustres de organización urbana moderna y, sobre todo, se insistirá en cultivar el juicio a través de la mirada interesada a episodios urbanos de ciudades bien construidas. Todo ello, a través de la observación de la tierra y las ciudades que proporcionan el Google Earth y el Street View.

Finalmente, disponiendo de los materiales e identificados los criterios de orden, se procederá a la construcción del sector urbano objeto del curso. A lo largo del desarrollo de las sesiones, acompañaré las diferentes propuestas, aconsejando las decisiones que puedan mejorar la de cada grupo.

 

17/ He esbozado las convicciones y criterios sobre los que baso mi modo de proyectar y he dicho antes que no voy a hacer un planteamiento teórico del curso. Un curso que se desarrollará en torno a un proyecto de un sector urbano de entre 10 y 15 hectáreas.

No conozco mejor medio para mostrar mi modo de proyectar que desarrollar yo mismo el proyecto, de modo que el curso arrancará de mi propuesta para el proyecto a desarrollar. No porque sea mejor ni peor que otra, sino porque es la mía.

Acaso sorprenda a más de uno que inicie el curso mostrando una propuesta para el sector urbano escogido: ¿Qué gracia tiene seguir, si ya conocemos la solución? -dirán algunos. En este punto se plantea mi convicción póstuma acerca del cometido del arquitecto: en efecto, proyectar no es adivinar o encontrar la solución a un problema, porque el proyecto no es un problema, sino una práctica que exige un aprendizaje para llevarla a cabo.

El identificar el proyecto con un problema es el origen de un estrés innecesario, que ha acabado con el talento de muchos jóvenes. Tiene que ver con una idea masoquista de arte, vinculada a una creatividad mítica que se alcanza por la vía de la una mezcla sutil de audacia e insensibilidad.

No; el proyecto no tiene que ver con la solución de un problema, sino con el cumplimiento de unos requisitos formales, materiales y funcionales, lo que -por definición- no tiene una solución óptima, sino muchas soluciones satisfactorias.

Así, mi proyecto no debe ser considerado “el proyecto”, sino una de las propuestas que eventualmente cumplen con el objetivo, Cada cual puede usarlo del modo que considere más adecuado: como simple referencia o como guía casi literal para su propuesta. Puede ser usado asimismo como punto de partida para profundizar algunos aspectos de los muchos que, en mi propuesta, solo quedarán esbozados.

Es un instrumento de trabajo y, como tal, lo aporto al curso. Pero, ello no debería invitar a nadie a manosearlo impunemente: en efecto, quien proyecta a partir de la experiencia adquiere la responsabilidad de no empeorar los proyectos de los que parte. Si no es capaz de mejorarlos, una reproducción inteligente es una de las mejores vías para aprender.

 

18/ No quiero acabar este pórtico del curso sin hacer una breve referencia a los instrumentos del proyecto.

El proyectar con plantas y secciones ha sido el modo habitual de hacerlo, a falta de otros instrumentos de representación más adecuados a la naturaleza constructiva de la arquitectura. Digo de representación, porque plantas y secciones -incluso perspectivas i modelos físicos- no persiguen otra cosa que representar una realidad prefigurada.

La revolución en los instrumentos de proyecto aparece cuando se ponen en circulación modeladores tridimensionales digitales que permiten alcanzar la visión de la obra sin recurrir a la representación, es decir, abordando el modelo con criterios constructivos análogos a los de la construcción material.

No se trata de ver en perspectiva una realidad imaginada, sino de comprobar desde cualquier punto de vista una realidad construida.

La perspectiva ofrece un aspecto del edificio que no puede extrapolarse a otras visiones: es una visión singular. El modelo físico es una representación material del aspecto exterior del edificio a través de un objeto cuya construcción no tiene nada que ver con la construcción real del inmueble.

El modelo tridimensional digital permite comprobar cualquier aspecto del edificio y a la vez acceder a los pormenores de los que tal aspecto depende, con un simple gesto del dedo índice.

El motivo del uso de los planos en arquitectura se debe, por una parte, a que no se disponía de un instrumento alternativo y, por otra parte, a que a lo largo del clasicismo se trabajaba con un sistema arquitectónico altamente institucionalizado, es decir, elaborado sobre una base convencional muy amplia. Este hecho determinó que los planos fueran más indicaciones para la construcción que instrumentos de verificación del proyecto, porque los resultados eran fáciles de prever, por su relación directa con los modelos utilizados.

El proyecto moderno se basó en modelos y tipos de edificios canónicos, hasta los primeros años sesenta. No obstante, los grandes arquitectos usaron la perspectiva como instrumento de verificación, dado que su nivel de competencia para el dibujo manual lo permitía.

Yo inicié los estudios de arquitectura el año 1958 y soy de la segunda generación de los que ya no dibujamos bien. No quiero ni pensar lo que vino después. La fortuna del modelo material en las últimas décadas es una prueba de la incompetencia de arquitectos y estudiantes para el dibujo.

Lo curioso es que -por razones que no quiero ni pensar- los instrumentos de modelado tridimensional digital son criticados en las escuelas y relegados a los últimos cursos de la carrera, cuando no, prohibidos directamente.

Todos los proyectos de mi archivo -que hago público a través de la web- han podido desarrollarse gracias a un modelador digital 3D y un renderizador, de los muchos que hay en el mercado. Todas las imágenes están elaboradas por mí, sin la colaboración de nadie. Sea cual fuere la calidad de esos proyectos, he de reconocer que los instrumentos -modelador y renderizador- han tenido una incidencia decisiva en los resultados.

 

XII-2016

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