Arquitectura, juicio y proyecto
Premisa
No se debería hablar de arquitectura sin aclarar previamente lo que se entiende por ella: en una situación como la actual, caracterizada por la total falta de consenso sobre la naturaleza y el sentido del arte, confiar en el sobreentendido es un modo de fomentar el malentendido y, por tanto, la confusión; en definitiva, fomentar la ignorancia. La situación se agrava más aún -si cabe- cuando se habla de arquitectura moderna, el enunciado más equívoco de cuantos pueblan el universo de lo arquitectónico en general.
La arquitectura es acaso la única actividad humana que en los últimos cincuenta años no ha producido un saber acumulativo, lo que equivale a decir que no ha producido saber alguno: ha generado multitud de doctrinillas, casi siempre simples conjeturas -efímeras, por lo toscas- con el propósito de reemplazar un sistema estético cuyo fundamento y sentido estético eran desconocidos por los objetores. Todos esos supuestos doctrinales han compartido el propósito de practicar el proyecto como si se tratase de una acción espontánea y arbitraria, sin pasado ni otro propósito que dar pábulo a la “creatividad”. Ello ha provocado la renuncia a las dos características esenciales de cualquier producto artístico: la consistencia formal y el sentido cultural, es decir, histórico.
El abandono de los criterios modernos de proyecto –de la idea de forma que inaugura la modernidad artística- dejo a la arquitectura en un limbo estético, sin otros motivos para actuar que un ansia compulsiva de “originalidad” -entendida como cambio permanente-, que ha culminado en las últimas décadas con la exaltación del mito de la “innovación” como contrapartida estética de la novedad: mito comercial encaminado a peraltar el consumo compulsivo de bienes materiales.
Ello provocó un efecto perverso que arruina la propia idea de arte y, por tanto, de experiencia estética: la sustitución de la idea de calidad por la de novedad. Así desaparece la noción cualitativa de valor estético, sustituida por la cuantitativa de cantidad de sorpresa. El fenómeno que describo supone, a la postre -utilizando un neologismo de ascendencia “adorniana”- una “desartización” de la arquitectura, es decir el desplazamiento de lo arquitectónico de la esfera de lo artístico a la de lo moral o, mejor, de lo costumbrista: la constatación de la novedad que subyace en la idea de originalidad tiene que ver con la costumbre -el hábito-, pero nada que ver con el arte.
La novedad se vincula a la invención y, más aún, al efecto positivo que la supuesta invención tiene en la conciencia de los espectadores. ¿Te ha gustado? Bueno, es original. Es frecuente escuchar como el espectador de cualquier actividad presuntamente artística asume que la “originalidad” es un valor en sí mismo. O mejor: es el valor esencial del arte.
No habría que insistir en que ambos hechos -invención y sorpresa- no tienen nada que ver con el arte ni con su experiencia. El arte tiene que ver con la construcción de universos -plásticos, sonoros, espaciales- consistentes, capaces de asumir lo peculiar desde una perspectiva universal. Nada de ello tiene que ver con la trasgresión de lo existente como defiende la idea más extendida -la más banal- de modernidad.
Es obligado, al comenzar un discurso de esta naturaleza, definir la idea de arquitectura desde la que se va a hablar. Naturalmente, eso obliga a delimitar con precisión lo que se entiende por modernidad, mas allá de las versiones de sobremesa que abundan en escuelas y estanterías.
Sobre arquitectura
“Es la representación de la construcción” (Schelling)
“El juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz” (Le Corbusier)
Le Corbusier hace una descripción fenoménica de la obra; para ello, utiliza un sustantivo y tres adjetivos que dan cuenta de la complejidad de lo arquitectónico. Juego, en el doble sentido de proceso y resultado del mismo: en efecto, a semejanza del juego, el proyecto tiene unas reglas que controlan unas acciones encaminadas a un final indeterminado, pero no casual; el resultado es imprevisible, aunque no indiferente a las acciones que constituyen el proceso.
Sabio, porque acumula el conocimiento del pasado, cada acción debe contar con todas las que le precedieron: es un juego en el que la conciencia de quien actúa trasciende el propósito de vencer; no se trata de alcanzar el objetivo, puesto que no hay ningún objetivo prefijado por las reglas, sino que el propósito es de naturaleza distinta a la de las reglas observadas. Sabio, porque se da en el cruce de dos tiempos: el actual, que propicia la consistencia, y el histórico, que garantiza el sentido.
Correcto, es decir que a través del buen uso de las reglas aspira a la perfección del resultado. Un resultado que, además de perseguir la exactitud y la precisión, ha de resultar excelente, admirable: magnífico.
La definición de Le Corbusier incorpora muchos de los atributos de la arquitectura, desde el punto de vista de quien la reconoce y disfruta; se trata de la definición de un espectador de arquitectura inteligente y sensible. No abarca, en cambio, los aspectos de la arquitectura que tienen que ver con e proyecto y, por tanto, con la constitución de sus objetos. En efecto, ¿se puede hablar realmente de reglas, a propósito del proyecto? ¿Cómo debe entenderse el término “corrección”? ¿Qué entiende Le Corbusier por “magnífico”?
No trato de enmendar la plana a una de las aproximaciones a la arquitectura más solventes que se conocen, sino aprovechar precisamente los cabos sueltos que tiene la definición para delimitar con precisión el sentido que a mi juicio tiene lo arquitectónico.
Dos palabras sobre la frase de Schelling: “la arquitectura es la representación de la construcción”. Como se ve, Schelling, en una formulación pronunciada seguramente hace dos siglos, trata de definir el estatuto artístico de la arquitectura delimitando su cometido en el universo más amplio de la construcción. No se fija ya en los atributos de la obra –como Le Corbusier– sino que sitúa su campo de acción en el estatuto de la misma respecto a la acción constructiva que disciplina.
No obstante, sería ingenuo pensar que Schelling al hablar de construcción se refiere solo a la técnica constructiva: en efecto, el diccionario vincula el acto de construir a “ordenar y enlazar”, lo que se puede aplicar tanto a materiales como a dependencias y espacios, de modo que la arquitectura representa, por una parte, la construcción física del edificio y, por otra, su construcción espacial.
La frase de Schilling deja claro que la construcción -bien sea en su acepción técnica material, bien en su vertiente organizativa espacial- es la materia de la arquitectura: el objeto sobre el que actúa. La arquitectura no es, por tanto, un sistema de principios y criterios que se aplique a los cuerpos físicos o a los espacios indiscriminadamente, sino que actúa sobre una materia -la construcción- previamente disciplinada por la técnica y sobre la agrupación de espacios previamente ordenaos por el uso.
La construcción -de elementos o de espacios- es pues la materia prima sobre la que el arquitecto actúa para conseguir presentarla de modo que la forma representada tenga una lógica visual que trasciende –sin negarla– las lógicas de la técnica y del uso. En definitiva, la arquitectura, re-presenta, es decir, presenta de modo distinto, tanto la técnica constructiva como la organización espacial de los edificios.
Ello se consigue mediante dos sistemas, que responden al sistema de la construcción material y al sistema de organización espacial, que han caracterizado todas las arquitecturas de la historia: los órdenes arquitectónicos y los sistemas tipológicos. Unos órdenes y sistemas que, de modo explícito -en tratados y manuales- o implícito -a través de las convenciones de la tradición- han estimulado y, a la vez, disciplinado la arquitectura, cuanto menos durante los últimos treinta y cinco siglos.
La arquitectura es pues el sistema de principios formales y de criterios de proyecto que a lo largo de la historia han representado la construcción, en el sentido más amplio. Se trata de sistemas que han construido los grandes ciclos estéticos de la historia y que no pueden confundirse con las vicisitudes estilísticas que han amenizado los distintos períodos. Tales sistemas han gozado de gran estabilidad histórica y solo han perdido vigencia cuando la nueva noción de forma ha sido capaz de asumir las condiciones sociales y técnicas de cada momento.
Volviendo a la definición de Le Corbusier, es evidente que el término sabio se puede interpretar como la cualidad que condensa las de: culto, educado e inteligente, es decir, no se trata de un juego espontáneo, ingenuo ni banal. No es tan obvio, en cambio, el sentido del término correcto: ¿Qué sentido hay que dar a la idea de perfección en la arquitectura? Immanuel Kant que se planteó la cuestión con la mayor inteligencia y lucidez, habla de finalidad para describir la consistencia formal de la obra de arte, es decir, el sistema de las conexiones que vinculan las partes con el todo y viceversa.
Una finalidad que Kant relaciona con la propia de las relaciones internas que constituyen los seres vivos, aunque con la diferencia esencial de que estas se orientan a un fin concreto, como es garantizar el funcionamiento de las partes que aseguran la vida, mientras que la finalidad en la obra de arte es una finalidad desinteresada, gratuita, ya que no esta supeditada a ningún criterio que no sea la propia consistencia. En otras palabras, la finalidad de una obra de arquitectura es la propiedad que establece las relaciones entre sus partes, prescindiendo del cometido que las mismas tiene en el funcionamiento práctico de la casa: una escalera esta bien dispuesta si las razones que determinan su posición trascienden su cometido de permitir desplazarse verticalmente.
Inmediatamente, hay que señalar que ello no significa, ni permite pensar que para proyectar con criterio artístico hay que prescindir de la función: por el contrario, solo las organizaciones que contemplan la práctica son susceptibles de acceder al dominio de lo arquitectónico, pero teniendo en cuenta que la eficacia “no puntúa” en la calificación estética, por hablar en términos docentes.
La corrección a que se refiere Le Corbusier es una corrección formal, que contiene y trasciende la corrección práctica o funcional, aunque no puede ignorarla ni, menos, contravenirla.
Por último, Le Corbusier se habla de juego magnífico -además de sabio y correcto- para señalar que no basta con los atributos anteriores: la arquitectura produce en quien la habita el efecto de lo excelente y admirable. El reconocimiento por parte del habitante o espectador de la sabiduría y corrección con que ha estado proyectada y construida provoca un placer que no tiene que ver con el que produce comprobar la perfección del motor de un automóvil, por ejemplo. El reconocimiento de la formalidad de la arquitectura, es decir de su condición de objeto estructurado con criterios formales, no produce una mera satisfacción intelectual -como en el caso del automóvil-, sino que provoca en el sujeto de la experiencia un placer estético.
Un placer estético que hay que distinguir del placer sensitivo: mientras que el placer estético es desinteresado, es decir, no mejora la realidad ni las expectativas del espectador, el placer sensitivo satisface el sentido que lo capta; de ahí que cuando un manjar nos gusta, tratemos de comerlo -en ocasiones- más de lo prudente. Sabemos que cuando acabe la ingesta, se detendrá el placer. Esta diferencia se debe a que -como explica Kant con claridad- mientras que el placer sensitivo satisface el sentido que lo capta -en la comida, el sentido del gusto- y ahí se culmina el proceso, en el placer estético intervienen los sentidos como vía de captación y transmisión de la percepción, pero el juicio se lleva a cabo en la interacción de los sentidos con las facultades del conocimiento.
Pero, no debe desprenderse de lo dicho que la experiencia estética se diferencia de la sensitiva solo en el hecho de que la razón corrige la impresión de los sentidos: la razón interviene antes de la experiencia, proporcionando las categorías con que actúan los sentidos. Así, se supera el atasco que produce la falsa contradicción entre los sentidos y la razón; así, se aclara el malentendido que tuvo congelada la teoría del conocimiento por los debates estériles entre racionalismo y empirismo.
Las dos definiciones de arquitectura a las que me he referido cubren el ámbito de las cuestiones que plantea tanto el conocimiento teórico como la práctica del proyecto. En efecto, Schilling define de modo preciso el cometido de la arquitectura en el proceso más general de la construcción; un cometido nada obvio, a juzgar por la arquitectura llamada “del espectáculo”, más empeñada levantar cachivaches incómodos, que a construir edificios cuya condición formal asuma sin forcejeos ni coacciones las previsiones del programa.
Sobre el juicio estético
Esbozadas las características de la obra arquitectónica y su cometido en el universo más amplio de la construcción, se plantea la siguiente cuestión: ¿Cómo ocurre el reconocimiento de los valores de la obra por parte de aquellos que no han intervenido en su concepción y proyecto? En definitiva, se trata de aclarar como se produce la experiencia de la obra de arquitectura por sus destinatarios o espectadores, en general.
He hablado hasta aquí de diversas cualidades que debe tener cualquier obra de arquitectura -de arte- para que pueda ser considerada como tal. Resumiendo, puede decirse que son: consistencia formal y sentido histórico. Sin consistencia, una construcción empeñada en el sentido no seria arquitectura sino de un mero ejercicio declamatorio de espontaneidad; sin sentido histórico, una construcción ordenada y coherente no pasa de ser una composición sintáctica sin horizonte, levitando en un limbo histórico y cultural. Hay que tener en cuenta, de todos modos, que, así como la consistencia es un propósito explícito del proyecto, la obra adquiere sentido cultural en el momento mismo en que emerge, con independencia del propósito de quien la proyectó. El sentido de una obra de arquitectura depende de la orientación que el autor asume al elegir los materiales de proyecto, entendiendo por ello el sistema de principios y criterios con los que actúa.
La experiencia de la obra pasa -pues- necesariamente por el reconocimiento de su consistencia formal y su sentido histórico.
Es evidente que no siempre puede hablarse de esa doble verificación ante una obra de arquitectura, ni de arte, en general: más aún, se puede considerar que en las últimas décadas la experiencia auténtica del arte ha sido reemplazada por un consumo indiscriminado, solo estimulado por los comentarios de una crítica desorientada. Una desorientación que la aboca a militar en el relativismo más escéptico y la predispone a celebrar cualquier propuesta capaz de sorprender sus limitadas expectativas, de modo similar a como se celebra la aparición de un nuevo IPhone. Así, la arquitectura ha tenido que desarrollarse sin horizonte estético, mientras la crítica ha actuado como mera agente comercial de los “nuevos productos”, entregada a la fascinación por “lo nuevo”.
Un rasgo fundamental de la contemporaneidad es la ausencia de cualquier tradición que constituya el marco estético tanto de la arquitectura como del juicio sobre sus obras. El abandono de la modernidad, consumado hace ahora medio siglo, dejo a los arquitectos a merced de cualquiera de las propuestas que con periodicidad decenal han tratado de llenar -sin conseguirlo- el hueco producido por la renuncia al sistema arquitectónico más preciso y riguroso -a la vez que el más versátil y fecundo- de la historia.
No hay posibilidad de juicio sin el marco de un sistema de referencia: no es posible reconocer los valores que se desconocen, ni valorar el grado de calidad de una obra si no es poniéndola en relación con obras similares. No debe extrañar a nadie que sin conciencia de los atributos y en ausencia de convenciones que estabilicen la forma, se abandonase el criterio de calidad para asumir la “novedad” como criterio de valor. Falsa novedad, orientada a lo “novedoso”, no a lo realmente nuevo, extensión acrítica de un mito comercial que, como se vio, ha sido aplicado con éxito al mercado de bienes de consumo.
El problema de los arquitectos actuales no es tanto la falta de criterio con que reconocer la calidad de las obras -lo que es dramático- cuanto la propia ausencia de la calidad como valor, su reemplazo por la simple celebración de la sorpresa.
Recuperar el horizonte estético del proyecto es el trámite obligado, tanto de arquitectos como de críticos, si se quiere superar la confusión que ha llevado la arquitectura a uno de los niveles más bajos de la historia. No me refiero tanto a la arquitectura de las revistas, compendio de arrogancia, banalidad y grosería, cuanto a la arquitectura profesional, condenada a desarrollarse a bandazos, sin ninguna referencia sólida ni criterio fiable.
Sobre el proyecto
La ausencia de cualquier tradición en cuyo ámbito tenga sentido hablar de principios y criterios -aquello que los pedantes suelen calificar de disciplina-, es el factor determinante de la práctica desaparición del proyecto en la arquitectura actual. En efecto, lo que tradicionalmente ha constituido el cometido del proyecto -configurar universos dotados de consistencia formal y sentido estético- se resuelve desde hace décadas con la mera administración de tópicos estilísticos, en el mejor de los casos, con la gestión comercial de mitos figurativos, la mayoría de las veces.
U hecho que ha favorecido el fenómeno que comento es el desplazamiento de interés desde el dominio de la forma al de la imagen. Pareció que el preocuparse del aspecto de las cosas “humanizaría los proyectos”. Unos proyectos cuya “frialdad y hermetismo” se veía como consecuencia directa por la obsesión por la forma de los arquitectos modernos más radicales.
Ello tuvo el efecto pernicioso de situar el foco en el edificio como objeto del proyecto, abandonando así el ámbito urbano, probablemente por la dificultad de reducir a iconografías atractivas las relaciones formales que inevitablemente aparecen el control visual de la ciudad. Así, arquitectos y profesores han asumido un “edificismo” radical, con la convicción de que el objeto del proyecto es el edificio, entendido como ente autónomo e indiferente a su alrededor: es decir, como un artefacto más seductor que solidario. El hecho de que de vez en cuando, la vertiginosa sustitución de doctrinas saque a relucir el “contextualismo”, no cambia mi diagnóstico; por el contrario, lo refuerza: solo se concibe el llamar la atención sobre los alrededores del edifico, cuando se ha generalizado la tendencia a ignorarlos.
Este hecho, unido a la célebre majadería -muy celebrada en ámbitos docentes- de “la hoja en blanco”, es decir, la falta de prejuicios con que debe actuar quien proyecta, contribuyo a generalizar la creencia en la discrecionalidad del edificio, es decir, en que cualquier construcción puede considerarse arquitectura, solo con mantenerse en pie y permitir -a veces, con franca dificultad- el desempeño de la actividad para la que se construyó. Libre de cualquier ascendencia arquetípica, una noción de edificio tan relajada y contingente fomentó las extravagancias que muestran los más celebrados inmuebles contemporáneos.
La ausencia de convenciones a la que me he referido hace que se afronte cada extremo del proyecto como si fuera la primera vez que se construye y la única que se va a construir, sin contar con la experiencia del proyectista ni del constructor, ni prever, por tanto, que vaya a tener ninguna incidencia en el futuro. Experiencia de la que no solo se carece, sino que se desprecia, al confundir el prejuicio con la ofuscación que provoca el antojo.
Para nada ha servido la lección de las obras del SOM de Gordon Bunschaft, probablemente el mejor arquitecto del siglo XX, en las que su grado de calidad material y arquitectónica tiene mucho que ver con la humildad e inteligencia que subyace en el uso sistemático de arquetipos constructivos y tipológicos, cuando se trata de condiciones análogas o compatibles.
El progresivo desvanecimiento del proyecto se ha producido paralelamente a la hipertrofia de los documentos que constituyen su referente administrativo: difícilmente se acepta un expediente sin unas cuantas centenas de documentos gráficos y literarios para construir un edificio que hace cincuenta años se construía mejor, con solo docena y media, un pliego de condiciones bien montado y una memoria de cuatro folios.
Por otra parte, la patología implícita en lo anterior -el arquitecto es un “constructor de ideas”-, se apoya en que la lógica, tanto de la construcción material, como de la construcción tipológica, no tiene ninguna incidencia en el artefacto resultante. La predominancia de “la idea” -confundida casi siempre con una narración banal y caprichosa- lleva a abusar de la técnica y violentar la economía, haciendo del despilfarro el talante habitual del arquitecto estrella.
Pero lo que tienen en común el arquitecto estrella y el simple profesional es que, en realidad, ni uno ni otro proyecta: se limitan a gestionar soluciones consideradas de éxito, dando lugar, en el mejor de los casos, a un estilismo sin causa, tan banal como pretencioso. Las “ideas” del arquitecto profesional son tan triviales como las del arquitecto estrella, menos aparatosas -hay que reconocerlo- aunque con una impericia similar, lo que parece un rasgo característico de la época.
La ausencia de autoría es el correlato de esa falta de proyecto: una falta de identidad que en la arquitectura corriente es irrelevante, pero que en la arquitectura de éxito es clamorosa, en tanto que se muestra al público como una exhibición de precisamente lo contrario: se diría que es fruto de una subjetividad desinhibida, libre y audaz, cuando en realidad es producto de un trabajo en cadena controlado por tantas lógicas como unidades de producción contempla el organigrama de la empresa.
La falta de cultura visual y la prioridad al “concepto” -panacea infalible para verificar las propuestas, sin recurrir a la mirada-, son las condiciones en que se desarrolla la mayoría de los proyectos recientes. Falta de referencias que -como se vio-, por una parte, abona el relativismo y la desorientación y, por otra, está en la base de una estética de lo grotesco, cuyo grado de generalidad no tiene precedentes. El resultado es -a menudo- el de unos artefactos tan arrogantes como zafios, cuyo valor principal se relaciona con la sorpresa que provocan en una crítica desorientada y en una sociedad perpleja, entregada a lo que venga.
Es evidente que hay una arquitectura que se aleja de los patrones que describo y que parecería reencarnar ciertos valores de la modernidad. Es una arquitectura que puede verse en hospitales provinciales, centros de enseñanza media y edificios culturales de ciudades intermedias, por citar solo unos edificios en los que el control de los costes no da mucho margen a la “fantasía” y el despilfarro. Es la arquitectura que en muchos casos resulta premiada en concursos de medio pelo. Es la arquitectura que los críticos defienden provisionalmente, hasta que se supere la “crisis”, porque parece mas sencilla y eficiente.
A esa arquitectura dedique hace una década un texto titulado “El Estilillo Internacional”, cuya lectura recomiendo. El título viene a sugerir que es cuanto menos dudoso que hace sesenta años se abandonase el Estilo Internacional, por su “sequedad y hermetismo”, y mas de medio siglo después se hagan revivir a algunos de sus rasgos mas superficiales, porque los intentos de superarlo durante esas décadas han fracasado en su propósito. Se trata, como digo, en la mayoría de los casos, de un mero estilillo, aseado y pudoroso, que se muestra falto de cocción, ya que sucede a medio siglo de desinterés por la gran arquitectura del siglo XX.
Esta arquitectura recurre a lo moderno con más interés en encontrar soluciones que para reconocer criterios, probablemente porque su condición “neo” le permite sentirse liberada de la tradición moderna. Sus practicantes parecen “descubrir” que la arquitectura moderna no estaba nada mal; incluso, que ofrece soluciones para resolver problemas que las arquitecturas que le siguieron no lograron ni vislumbrar.
Ese uso operativo de ciertos tópicos de la arquitectura moderna da un tinte de banalidad a las obras que los incorporan, probablemente porque persiguen mas la seducción por la imagen que el reconocimiento de la estructura de su constitución; se orienten más hacia lo vistoso que a lo visual: consiguen atraer el vistazo, pero no aguantan la mirada.
La gran paradoja es que la crítica de “estilismo” -entendido como excesiva preocupación por la forma y su sistematicidad- que determino la clausura del Estilo Internacional da lugar a una versión ingenua y empobrecida del mismo, cuya añoranza figurativa parece un reconocimiento tardío de la precipitación y ligereza del abandono.
Cinco axiomas sobre el proyecto
No puedo concluir este apartado si hacer referencia, aunque sea de manera breve y esquemática a mis convicciones teóricas sobre la arquitectura es el marco de referencia de algunos axiomas sobre el proyecto. Unos axiomas que son el resultado de cincuenta años de práctica de la arquitectura dedicados con intensidad similar al proyecto, a la reflexión y a la docencia.
Axiomas porque no necesitan argumentación: no son la consecuencia de una conclusión teórica, sino el resultado de mi experiencia arquitectónica, es decir, en la reflexión, en el proyecto y en la docencia.
Axiomas que sistematizan las ideas expuestas hasta ahora, con miras a proporcionar un horizonte para el proyecto contemporáneo. Reproduzco casi literalmente un texto elaborado hace casi una década para glosar los axiomas que comento.
A/ La arquitectura es la representación de la construcción.
La construcción está tomada aquí en un doble sentido: material y formal. En realidad, la arquitectura contempla la lógica de la construcción material como una perspectiva sistemática que trasciende las puras normas técnicas. Una perspectiva que se basa en la consideración de una lógica distinta, compatible con la de la técnica, pero irreducible a ella: la lógica de la construcción de la forma como un todo.
Construcción material y construcción formal son, así, las dos caras de la actividad constructiva, es decir, ordenar y conjuntar realidades materiales y visuales. El proyecto arquitectónico ordena y enlaza elementos físicos que el espectador aprecia como realidades visuales, dotadas de sentido y consistencia, es decir, que no son indiferentes al ámbito físico y cultural en el que emergen, por una parte, y están vertebradas por relaciones de finalidad precisas y estables, por otra parte.
La manifestación visual de la tensión entre esas dos lógicas constructivas que convergen en la obra arquitectónica define su cualidad formal. Una cualidad que tiene que ver con su identidad como objeto genuino.
B/. La actividad ordenadora del arquitecto se basa en la capacidad constructiva de la visión, no en su habilidad para materializar conceptos.
Todo ello en un proceso que naturalmente concierne al intelecto: al principio, en la elaboración de categorías que orientan la visión del arquitecto; después, en la interacción con la vista para reconocer los atributos formales de la obra considerada. Un proceso que -por el contrario- no empieza por el concepto, como es habitual leer en los discursos teóricos y críticos: el proceso va de la visión a la razón, no desde la razón a la forma.
No es posible continuar creyendo que la intelección visual de la arquitectura -del arte, en general- excluye la razón: ese error teórico produce una regresión epistemológica hasta tiempos anteriores a Immanuel Kant, cuando estaba generalizada la creencia de que el conocimiento era posible, o bien, solo con la razón, o bien, solo a través de la experiencia de los sentidos. Después de Kant es sabido que todo conocimiento es producido por la experiencia, pero que no hay experiencia sin la existencia previa de categorías de naturaleza racional.
C/ La forma es la manifestación sensitiva de la configuración interna de la obra.
La forma no puede reducirse a la figura o la imagen, como habitualmente se hace: la forma -en el sentido en que se usa en arte- es un concepto estético relacionado con la capacidad del sujeto de reconocer a través de la visión la configuración esencial de la obra de arte: un árbol no tiene forma; la forma es la característica básica de la representación que hace el pintor de ese árbol. Sabemos si ese cuadro es realmente una obra de arte si, además de captar y representar determinadas características de “ese árbol concreto”, el cuadro representa los atributos esenciales del “árbol, en general”.
La confusión entre la forma y la figura, en que la crítica ligera incurre habitualmente, ha conducido la arquitectura al campo de la figuración y la imaginación. Ello ha determinado el abandono de su condición esencial de actividad orientada a la construcción visual de nuevos objetos o universos urbanos.
La forma es, pues, una entidad reconocible por la mirada, lo que le confiere una dimensión subjetiva, que no puede ser confundida ni con la inmediatez de la figura -imagen directa de la realidad- ni con la metafísica de unos conceptos inaccesibles a los sentidos. El encuentro entre el arquetipo formal y las condiciones peculiares de cada caso se produce en el ámbito de la forma y provoca un sistema de relaciones que confiere identidad al edificio.
El proyecto no consiste pues en “poner paredes al programa” de modo que habría tantos edificios como demandas funcionales. Esta idea tiene su origen en una interpretación banal del “funcionalismo” y -por qué no decirlo- en la propia inoportunidad del término para definir la arquitectura moderna que generalizó el mito de la “transparencia a la función”. La creencia que comento se basa en la ficción de que el buen arquitecto “satisface los requisitos del programa sin práctica intervención de prejuicios formales”. Así, el formalismo ha sido visto como la instancia que pervirtió la modernidad arquitectónica, de modo que la asunción de sus principios por parte de los arquitectos sería la causa -en opinión de los críticos- que determinó el fracaso y correspondiente eclipse de la arquitectura moderna, ocurrido do a lo largo de los años sesenta del siglo XX.
La creencia en que “la forma sigue a la función” abrió las puertas al abandono de la idea de edificio, considerado un constructo estructurado con criterios de consistencia formal, y se reemplazó por una noción vaporosa que seguía usando el mismo nombre, pero renuncia a la disciplina formal para entenderse sobre todo como una solución inmediata al programa. En las últimas décadas, una especie nueva de artefactos deformes y banales ha tratado de reemplazar a la idea “clásica” de edificio, sin otro requisito que causar impacto en quien lo observa o habita.
Con un desprecio irresponsable a todo lo anterior -ya saben: la hoja en blanco- muchos arquitectos que confunden la notoriedad con el talento se lanzan a “crear edificios emblemáticos”, sin otro criterio que atender al programa todo lo que permitan las vicisitudes de su estado de ánimo. Ya se sabe: lo primero es la expresión; en eso residiría la dimensión artística de sus obras.
El edificio -de cualquier época- adquiere su identidad específica al abordar un problema concreto desde un marco formal genérico, universal, de modo que sin renunciar a la forma -por el contrario, intensificando su acción en el proyecto- da cuenta precisa de las circunstancias peculiares de cada caso.
En este punto aparece uno de los conceptos básicos de la arquitectura de todos los tiempos: la identidad. Una identidad que en la arquitectura clasicista estaba garantizada por la consistencia formal y la plausibilidad social del tipo: el proceso de proyecto llevaba a cabo la transición desde la identidad genérica del tipo a la identidad específica del edificio. En la arquitectura moderna, en cambio, la identidad no está garantizada por ninguna instancia previa, sino que debe adquirirse a través del proceso de construcción formal basado en criterios que aspiran a la universalidad, pero de modo que el orden del objeto debe asumir las condiciones y requisitos económicos, técnicos, sociales y funcionales que afectan a la obra arquitectónica.
D/ La materia prima de la arquitectura es la arquitectura misma.
Así, los que proyectan no se nutren de ideas, como muchos críticos y la mayoría de arquitectos han creído durante cincuenta años: un arquitecto no es un “constructor de conceptos”, como se suele leer en las revistas de arquitectura que se consideran más intelectuales. La creencia perversa según la cual la arquitectura puede ser reinventada cada día, o mejor, la posibilidad de renunciar a la experiencia está en el origen de la patología que comento.
En cambio, la experiencia de la historia y el sentido común corroboran mi axioma: la arquitectura existente no solo ofrece elementos concretos que podemos utilizar en el proyecto, sino que -sobre todo- sugiere criterios de orden que pueden estar en la base de resultados actuales totalmente distintos de la arquitectura de referencia. No me refiero, pues, al pasado como archivo de soluciones, sino como fuente de criterios esenciales que, en la medida que responden a principios básicos de la forma, trascienden las épocas y las culturas.
No solo en arquitectura, sino en otras artes, la noción de material es un elemento esencial de la concepción y elaboración den sus obras: en música, donde la naturaleza abstracta de su sustancia aumenta su disciplina formal, es frecuente que una nueva composición tome como punto de partida materiales de otros autores -o del mismo, procedentes de obras anteriores-, lo que no crea ninguna duda sobre la identidad, originalidad y autoría de la nueva composición. El Concierto para cuatro claves, de J. S. Bach es una escrupulosa trascripción del Concierto para cuatro violines de A. Vivaldi: su calidad y originalidad no ha sido discutida jamás, y nadie ha dudado nunca de la autoría del Cantor de Leipzig.
Pero la conciencia del material no es gratuita: obliga al arquitecto a distinguirlo claramente de la forma que lo va a ordenar y, además, le crea una notable responsabilidad. Ni la calidad del material garantiza el valor de la obra en que se incluye, ni quien lo utiliza puede hacer abstracción de lo que parte. No hay ningún motivo por el que un proyecto pueda ser de menor calidad que los materiales que utiliza en su elaboración: cuando menos, debería ser de calidad similar, para que el uso no se convirtiera en un abuso propio de un simple imitador. El Concierto para cuatro claves no es un abuso del material de Vivaldi, motivado por la pereza o falta de inspiración de J. S. Bach, sino una obra musical nueva y distinta de la que usa como material: por supuesto, de ningún modo inferior a ella.
La reciente fortuna que ha adquirido la noción de “investigación en arquitectura” es la muestra evidente del desconocimiento del axioma que comento: en efecto, la desazón que produce el desconcierto que reina desde hace cincuenta años ha empujado a arquitectos y estudiosos a emular a los científicos e iniciar una campaña investigadora para encontrar elementos nuevos y criterios para el proyecto hasta ahora desconocidos.
Estoy convencido de que el único objeto de investigación arquitectónica relevante durante la segunda mitad del siglo XX ha sido la pregunta por el sentido estético de la arquitectura moderna. No se trata, por tanto, de buscar algo nuevo, sino de identificar en sentido de lo que existe. La cuestión esencial no es buscar criterios nuevos de proyecto, sino descubrir -en sentido genuino- el sentido auténtico de la idea moderna de forma, lejos de cualquier funcionalismo banal y todo estilismo cosmético. Descubrir, en el sentido de eliminar la costra de tópicos que oculta la naturaleza de la idea moderna de forma y pervierte, por tanto, los criterios de proyecto.
En arquitectura, no encuentra quien más busca, sino quien descubre el sentido de lo que la historia pasada y reciente ha legado y la precipitación de los críticos y la desorientación de los arquitectos ha relegado a los anaqueles.
E/ La competencia para proyectar puede adquirirse -sobre todo- re-construyendo obras de arquitectura ejemplares.
De un modo análogo a lo que sucede en pintura o literatura, para mencionar solo dos prácticas artísticas bien distintas entre si. No creo que sea necesario argumentar algo que es evidente, ya que no solo es razonable, sino que está avalado por la experiencia de más de treinta siglos de historia de la arquitectura.
La “enseñanza creativa” -uso un enunciado ridículo para describir la enseñanza de proyectos habitual- ha mostrado sobradamente la inconsistencia de su principio esencial: “el papel en blanco” es la frase preferida por los “profesores creativos” y la propia creencia en la verdad de ese enunciado es una muestra de su ligereza e irresponsabilidad. Ello supone creer que la capacidad para ordenar el mundo físico es una habilidad innata del ser humano: en realidad, el rechazo de la experiencia que significa partir e un “papel en blanco” -sin antecedentes, ni historia- supone contar con una capacidad original para ordenar y construir el espacio habitable.
Naturalmente, en ese tipo de enseñanza, a falta de competencia visual para reconocer los atributos del proyecto, el criterio de calidad es vagamente conceptual, es decir, basta con que la propuesta venga acompañada por una “narración medianamente inteligible” para que no haya duda sobre el interés del proyecto.
F/ Corolario.
De lo anterior se desprende que el proyecto no se puede entender como “la solución a un problema”, aunque en ocasiones un buen proyecto sea capaz de resolver un apuro. No; quien proyecta no puede enfrentarse con su tarea con la mentalidad de un inventor que busca una solución ingeniosa para resolver un problema específico, sino como aquel que, comprometido con el tiempo, actúa con la conciencia de los edificios análogos que le precedieron. En definitiva, como aquel que sabe lo que hay que hacer y sabe cómo hacerlo.
El mito de “encontrar la solución” aboca el proyecto a disponer de recursos para resolver el expediente, de modo que se considera buen arquitecto quien cuenta con una nómina amplia de “soluciones”. El hecho de proyectar se reduce a la gestión de recursos aprendidos, que no responden generalmente a un sistema coherente.
Proyectar es encontrar criterios para describir edificios o, mejor, episodios constructivos habitables, dotados de sentido cultural y consistencia formal.
El proyecto tiene más que ver con el descubrir que con el inventar, es decir, se orienta más a encontrar orientación para construir un artefacto solvente, descubriendo los modos de actuar de la película invisible que pervierte su sentido, que, a fantasear sobre soluciones a problemas inexistentes, sin conocer el objetivo auténtico del trabajo.
No; proyectar un edificio no es un problema que hay que resolver, sino una propuesta que hay que ordenar, disponiendo de los materiales físicos y formales que el momento histórico pone a disposición del arquitecto. La idea del mundo del arquitecto se pone de manifiesto en la selección de tales materiales y en el modo de usarlos en el proyecto.
Entre los materiales se cuenta -¿cómo no?- toda la arquitectura existente, auténtico marco de referencia remoto de la acción de proyectar. Una arquitectura que reaparece siempre nueva, por cuanto se perpetúa en los arquetipos que la soportan. He dicho más arriba que “el encuentro entre el arquetipo formal y las condiciones peculiares de cada caso se produce en el ámbito de la forma y provoca un sistema de relaciones que confiere identidad al edificio”. Una identidad que atiende a lo genuino, no a lo novedoso, más o menos sorprendente. Tal identidad se apoya en formas que con el tiempo se convierten en arquetípicas, por su versatilidad y fecundidad, lo que garantiza su vigencia permanente.
Estos cinco axiomas están -como se ve- estrechamente relacionados: cualquier comentario sobre uno de ellos concierne necesariamente a los restantes: de ahí la evidencia del corolario a que conducen. De hecho, todos ellos tienen que ver con los asuntos esenciales que rodean la práctica del proyecto y la enseñanza del mismo. Responden algunas cuestiones que yo mismo me he planteado hace mucho tiempo, ya que ni las “teorías” habituales ni las convenciones del sentido común habían sido capaces de responder. Unas cuestiones que son absolutamente relevantes para abordar el proyecto de arquitectura con conciencia de mi propia actividad y sentido de la historia.
He dicho al principio que estas sentencias, precisamente por su carácter axiomático, no necesitan demostración, ya que son producto de la experiencia, de mi experiencia. En ese sentido, mi discurso es teoría en sentido fuerte, según la idea de teoría que he definido más arriba: la teoría no es buena o mala, sino que solo puede ser verificada por su capacidad para explicar algún fenómeno mejor que otros intentos teóricos que lo han intentado anteriormente.
La esperanza de que esta teoría ayude a los demás depende de la medida en que mis respuestas conciernan a problemas universales que han podido plantearse los otros, arquitectos o no, que intentan tener una autentica experiencia arquitectónica, o mejor, que tratan de adquirir criterios de juicio para reconocer los valores auténticos de la arquitectura auténtica y, en ese momento, sentir el placer que proporciona la experiencia del arte.
Epílogo
En pocas palabras, puede decirse que la situación de la arquitectura en la actualidad se debe a una triple renuncia, producida a finales de los años cincuenta del siglo pasado: renuncia a los criterios de forma moderna, renuncia a la técnica y renuncia a la visualidad. En realidad, la segunda y la tercera son correlativas de la primera y principal.
El abandono de la modernidad deja a la arquitectura -como se ha visto- sin horizonte estético y, a la vez, sin materiales con que afrontar el proyecto: en otras palabras, sin propósito y sin medios para alcanzarlo. Esta anómala situación permite entender la cantidad y “calidad” de doctrinas que menudearon a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, con el propósito de reemplazar una modernidad una modernidad “superada”, según calificaron los críticos más impacientes.
La necesidad de ampliar el ámbito estético del Estilo Internacional, llevó a los arquitectos más “inquietos” a forzar la técnica o, mejor, a prescindir de la misma, a la hora de concebir sus artefactos. Abandonar la técnica es centrarse en la faceta expresiva de sus recursos productivos en vez de profundizar la dimensión constructiva de sus sistemas. El “brutalismo” fue la doctrina que, presentándose como superadora de las limitaciones de la modernidad, contribuyó de manera decisiva a su abandono, por cuanto no aporto nada a sus criterios de forma y, en cambio, los ablandó y acabo por desvanecer, en aras de una “narratividad” discrecional y arbitraria.
Los edificios se convirtieron en unos artefactos considerados progresivamente la pura materialización de “ideas”. Unas “ideas” que lejos de tener la universalidad que caracteriza las ideas de verdad, se entendían, como meras ocurrencias o conjeturas personales, tanto más valoradas, cuanto mas extravagantes. Nunca la arquitectura se alejó mas de su condición de “representación de la construcción” que en los últimos cincuenta años.
La visualidad -por fin-, condición esencial de las artes visuales, debió abolirse como vía de reconocimiento de la consistencia formal de los edificios, porque la propia idea de consistencia formal fue abandonada, a favor de la expresión figurativa de supuestos individuales: ningún criterio estético o histórico podía adquirir en el proyecto un peso similar a la manifestación inmediata de la idea. Probablemente, los teóricos de semejante chapuza se amparaban en una lectura precipitada e incompetente de la estética de Hegel.
Así, con ligeras variantes, la obsesión por la novedad acabó -como se ha visto- por sustituir la idea de calidad. Calidad entendida como conjunto de cualidades que identifican una obra artística. Calidad de la que solo tiene sentido hablar si se hace en un marco concreto de principios y criterios.
La ausencia del sistema tan deseado durante los últimos cincuenta años que, por fin, suponga la superación real de la arquitectura moderna, aboca a una existencia plagada de sobresaltos, a la espera de que doctrina de urgencia -o simple conjetura-, aderezada con las imágenes “emblemáticas” de rigor, traerán las revistas para el próximo lustro, es decir, esperar los modelos de edificios que “marcan tendencia”. Es el precio de la desorientación en la que viven desde hace décadas arquitectos, profesores y -por supuesto- alumnos. Pero, no crean que tan inestable situación se vive con angustia: por el contrario, unos y otros la han asumido como la condición natural del “artista”: en efecto, la idea más generalizada del arte, la que lo vincula con la “genialidad” -y esta con la arbitrariedad y el desacato-, positiva la desorientación y la muestra como un indicio de vitalidad cultural. Así, la “vida en la penumbra” se ha convertido en el rasgo diferencial de arquitectos y “artistas”, en general.
Es evidente que hay una minoría de arquitectos, profesores y estudiantes que no comparten la fascinación por el desconcierto y tratan de encontrar un horizonte estético para su actividad. Esta fatigosa ardua tarea, solo tiene sentido -solo es posible- como compromiso personal, ya que las condiciones culturales y económicas colectivas han cambiado y resultaría demasiado ingenuo creer que el futuro va a deparar una vuelta a la arquitectura. A esa inmensa minoría no le cabe otra opción que el empeño personal en recuperar el sistema formal que aportó la modernidad artística para utilizarlo como marco estético del proyecto.
De todos modos, se trata de un empeño titánico, porque obliga a remar contra corriente, pero, más allá de la dificultad ambiental, el compromiso a que me refiero se enfrenta a otro obstáculo difícil de salvar: la mayoría de los que lo intenten, por razones de edad, perdió el contacto directo con la tradición moderna, solo conoce sus productos como fetiches de jubilados, residuos sentimentales de una época que no ha de volver. En esas condiciones, quien se embarque en un propósito de esta envergadura se ve obligado a realizar un ejercicio de exhumación estética sin conocer con precisión lo que desentierra: se trata de “recuperar” un modo de concebir, basado en una idea de forma y un modo de ver que lleva más de cincuenta años, no solo en desuso, sino como objeto de una irresponsable campaña de desprestigio promovida y orquestada por una crítica que jamás los entendió.
11-IX-2015
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