Cinco axiomas sobre el proyecto
Axiomas, porque se trata de proposiciones tan evidentes que no necesitan demostración: son fruto de la experiencia de la arquitectura durante más de cuarenta años de ejercicio del proyecto y de docencia del mismo. Una experiencia que entiendo como un acopio de conocimientos, basado en una constante reflexión sobre el fundamento de la arquitectura y el sentido histórico de su práctica. No se trata, por tanto, de principios que se presentan como dogmas indiscutibles, fruto de la creencia en una doctrina más o menos reconocida: son conclusiones –puntos de llegada– de un proceso en el que la razón y la experiencia intervienen como polos de una actividad orientada al proyecto de arquitectura, que reconoce la importancia del juicio estético como acto de reconocimiento de formas y valores.
Las reflexiones que enmarcan los axiomas en torno a los que estructuro este escrito se encuentran ampliamente desarrolladas en mis libros: Curso básico de proyectos (1998), Miradas intensivas (1999), Teoría del proyecto (2006), El proyecto como (re)construcción (2005) y El formalismo esencial de la arquitectura moderna (2008).
1. La arquitectura es la representación de la construcción, es decir, el conjunto de principios y criterios orientados a lograr una configuración del edificio que trascienda la lógica técnica de su construcción material –sin oponerse a ella y, menos aún, sin negarla. Los templos de la Grecia clásica ilustran, de manera ejemplar, este principio esencial de la arquitectura: (re)presentan –es decir, presentan de un modo distinto– la construcción pétrea real, que toma como referencia la construcción adintelada en madera de los antiguos edificios del Pireo. Pero, la verificación del axioma con el que he iniciado este parágrafo no se reduce a este momento de la historia de la arquitectura: toda la historia de los estilos se ha construido con el horizonte del sistema constructivo adintelado que está en la base de los órdenes clásicos. Un horizonte que ha propiciado representaciones distintas, según los momentos, pero siempre figuradas, es decir, representando una realidad conocida –a la que sabemos, por experiencia, que tiende el proceso histórico: la estructura adintelada sobre pilares–, pero inexistente en la materialidad de la obra.
No se trata, pues, de construir a cualquier precio una ocurrencia –como podría desprenderse de algunos artefactos muy celebrados de las últimas décadas–, sino, por el contrario, de ordenar una construcción, de modo que la peculiaridad concreta que la motivó –funcional, geográfica o técnica– quede comprendida en la sistematicidad genérica de la obra.
Los sistemas constructivos son los ámbitos legales del proyecto, en tanto que determinan la situación de partida que el autor deberá atender como estímulo y referencia de su actividad ordenadora. Unas referencias que, en modo alguno, pueden determinar la configuración del objeto, sino tan solo el marco sistemático en el que actúa la propuesta formadora de quien proyecta.
2. La actividad formadora del arquitecto tiene que ver con la visión, no con el concepto, es decir, la propia noción de representación de la construcción sitúa la práctica del proyecto en el ámbito de lo visual, no de lo conceptual. No se deduzca de lo que digo que trato de azuzar la falsa polémica entre lo visual y lo racional: no hay percepción sensitiva -visual o auditiva- sin categorías previas que son de naturaleza racional y actúan como condiciones de la experiencia.
Además, el juicio, proceso esencial de la experiencia estética, se produce -como I. Kant señaló hace mas de dos siglos- por medio de una interacción atípica de los sentidos y el entendimiento. No se trata, por tanto, de escoger entre la razón o los sentidos, ya que estos por si mismos, sin el concurso de aquella, no provocan mas que meras sensaciones, en las que no es posible ningún reconocimiento de forma.
Es precisamente la necesidad del juicio como momento esencial de la experiencia lo que invalida cualquier aproximación conceptual a la arquitectura o a cualquier otra práctica artística: los conceptualismos se dan como "llamadas al orden" cuando faltan criterios de juicio, por haberse quebrado las convenciones sobre tales criterios, es decir, por haberse abandonado los sistemas estéticos en cuyo ámbito el juicio debe darse necesariamente.
El ciclo del conceptualismo que en arquitectura se generalizó en la segunda mitad de los años sesenta responde, en efecto, a la situación creada por el abandono de los principios estéticos y criterios operativos de la arquitectura moderna sin tener un sistema de recambio. Como ese sistema tardaba en aparecer -de hecho, todavía se espera- el conceptualismo quedo enquistado en las conciencias de los arquitectos y profesores, de modo que el criterio determinante del valor de una obra era la posibilidad de ser descrita en términos más o menos "conceptuales".
El juicio estético es, pues, una actividad ajena a la deducción lógica o a la proposición conceptual, en tanto que se orienta al reconocimiento de la formalidad de un objeto, no al conocimiento de su constitución física o material. En el juicio, la visión actúa como instancia que detecta las cualidades de la obra y, a la vez, como vehículo que transmite una información que es elaborada en una interacción atípica de los sentidos con la imaginación y el entendimiento. El objetivo del juicio es reconocer los valores vinculados a la coherencia formal y al sentido histórico de la obra.
Por tanto, ningún criterio conceptual puede obviar el momento del juicio estético; una actividad subjetiva, irreducible a ningún sistema o doctrina previos, que ha de propiciar la construcción de la forma y cualquier toma de decisiones que la afecten.
El único modo de superar la dependencia del falso conceptualismo que ha hegemonizado la decadencia de la arquitectura a lo largo del último medio siglo es recuperando la capacidad de juicio, lo que supone la vuelta a una visualidad competente a través de una mirada cultivada, todo ello en el marco de un horizonte estético en el que el reconocimiento de los valores tenga algún sentido, mas allá de la expresión de preferencias personales.
3. La forma es la manifestación sensitiva de la configuración interna de un objeto. No puede reducirse, pues, a la mera apariencia –figura o imagen–, como suele hacerse a menudo, ni a una entelequia metafísica, como proponen, en ocasiones, las doctrinas “conceptuosas”. En efecto, la forma no es una cualidad de la materia, sino una categoría del arte: un árbol no tiene forma; en cambio, la representación que un pintor hace del mismo sí la tiene.
La forma artística –a la que nos referimos al hablar de arquitectura– tiene una naturaleza sensitiva, pero no referida directamente a una realidad inmediata: es de naturaleza visual, pero no se da inmediatamente a la visión. El fundamento de la forma está en la configuración interna de una cosa, pero su manifestación es visual, de modo que no es posible reconocerla sin el concurso de una mirada cultivada.
La identidad esencial de una obra de arquitectura se da en el ámbito de la forma, así entendida, no en el de la imagen, como cierta “arquitectura del espectáculo” contemporánea parece pretender: la imagen, entendida como representación de una figura, está sometida –por su propia naturaleza– a una obsolescencia rápida que se inicia en el momento de su concepción. La falta de espesor visual de los artefactos que comento, su banalidad e infantilismo congénitos son el coste estético de una práctica populista que encontraría un ámbito de acción más favorable –y, sobre todo, más económico– en el universo de las fantasías digitales.
Para concebir y proyectar edificios, hay que tener desarrollado el sentido de la forma, cualidad que –como recordaba Le Corbusier– caracteriza al arquitecto. Este sentido de la forma puede definirse como la habilidad de la mirada para reconocer relaciones donde la mayoría solo perciben imágenes.
Tener sentido de la forma es la condición para la intelección visual, es decir, para el conocimiento intuitivo –el que se adquiere sin que medie razonamiento–, que es característico de la práctica del proyecto.
El sentido de la forma se adquiere con la práctica, como el del gusto o el del olfato: no parece razonable pensar que el mejor modo de formarse como catador de vinos sea leer tratados de enología; del mismo modo, difícilmente alguien adquirirá sentido de la forma con la sola lectura de tratados de estética. La convicción de que los atributos de la arquitectura están en el modo en que se presenta su constitución formal, y no en su apariencia o imagen, sitúa la identidad de las obras en el ámbito de lo formal. Tal convicción pone en primer plano la necesidad de adquirir –o desarrollar– el sentido de la forma, de modo que el juicio se base en las categorías visuales de la arquitectura auténtica.
4. La materia prima de la arquitectura es la propia arquitectura –no las ideas–, como se desprende del axioma segundo: si la arquitectura es una actividad formadora –no conceptual–, parece razonable pensar que tal acción formadora no actúa sobre la nada, sino sobre una materia prima que no puede reducirse a los materiales de construcción. En efecto, además de los materiales de construcción –que constituyen la materia prima, en sentido físico–, el arquitecto cuenta con materiales de proyecto, que son el conjunto de elementos arquitectónicos y criterios formales que la historia de la arquitectura pone a disposición de quien proyecta. Contar con la arquitectura anterior al proyecto que se acomete no tan solo es legítimo, sino que es una prueba de responsabilidad histórica. Por el contrario, es un síntoma de ignorancia –y de falta de sentido común– creer que la arquitectura se inventa cada día, partiendo de cero, como ha difundido la idea más banal e irresponsable de modernidad, sobre la que se ha basado la ordinariez posmoderna.
Naturalmente, situados en la aporía a que conduce la falsedad anterior, los arquitectos han tenido que recurrir a las ideas como estímulo y, a la vez, como verificación del proyecto. No; el proyecto se orienta a proponer un orden consistente, que no puede reducirse a la traducción material de una idea –o concepto–, sin otra condición que la de ser vagamente descriptible en palabras. El concepto –tal como se entiende en el ámbito del conocimiento– tiene una dimensión universal: el concepto mesa reúne lo que, por ser específico de las mesas, es común a todas ellas. Una naturaleza universal que la conceptualización arquitectónica no recoge, sino más bien al contrario: es frecuente valorar el “concepto” de un proyecto por su adecuación a la propuesta, es decir, se suele valorar un concepto por aquello que niega precisamente su condición conceptual. De ese modo, la reducción conceptual de la arquitectura pierde la única dimensión –la tendencia a la universalidad– que, siendo característica del concepto auténtico, le es propia, en tanto que actividad artística.
La actividad formadora se apoya en juicios estéticos –de carácter subjetivo y sobre realidades visuales– en los que el entendimiento interviene en interacción con los sentidos –como se ha visto–, aunque jamás en sustitución de los mismos.
5. La habilidad de proyectar se aprende (re)construyendo obras de arquitectura de calidad reconocida, del mismo modo que ocurre con la pintura o la música: en efecto, si para proyectar hay que tener sentido de la forma y capacidad de juicio, así como disponer de unos materiales de proyecto solventes, no cabe duda de que el mejor modo de ejercitar esas cualidades y acopiar tales elementos es (re)construyendo arquitecturas de indudable calidad. El argumento racional –de innegable contundencia, como se ve– es prácticamente irrelevante ante la prueba de la experiencia: reconocer la arquitectura mediante su reconstrucción gráfica es el procedimiento que se ha utilizado a lo largo de la historia para aprender a proyectar. Exceptuado el último medio siglo –cuyas formas de aprendizaje han dado los frutos que se conocen–, dibujar arquitectura ha sido el modo de adquirir competencia para proyectar. Las posibilidades que ofrecen los procedimientos digitales de reconstrucción y modelado tridimensional potencian, de un modo inestimable, el procedimiento de aprendizaje que comento, pues ofrecen una experiencia espacial que sustituye a la real en condiciones óptimas para verificar las cualidades del proyecto.
Para abordar el proyecto, se ha de disponer de elementos constitutivos básicos y criterios de forma para relacionarlos: no basta con un deseo que – en el mejor de los casos– actúe sobre la nada, como ocurre en las aproximaciones “inventivas” a la arquitectura. En la mayoría de los casos, se abusa –la inconsciencia no es excusa– de los recursos más banales de las arquitecturas que la coyuntura encumbra.
Es irresponsable confiar en los profesores de Proyectos para adquirir tales elementos y criterios: los profesores han de actuar como intermediarios entre la arquitectura y quien se prepara para practicarla. El profesor ha de hacer evidente que la autoridad está en los edificios, no en sus opiniones: sus intervenciones han de orientarse a identificar y a subrayar los valores y los criterios que puedan extraerse de ellos.
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Las consideraciones anteriores no pretenden argumentar unas propuestas que, como he dicho al principio, son axiomáticas, es decir, no necesitan demostración. Se trata de sentencias evidentes para quien se aproxima a la historia de la arquitectura con la mirada cultivada y la mente libre de prejuicios y censuras, provocados por cuarenta años de desorientación. Sea cual fuere el estatuto de la arquitectura en la construcción del mundo actual, nada autoriza a responder a la indiferencia y al desinterés de los responsables de nuestras ciudades con la incompetencia y la ignorancia de los valores de la arquitectura de siempre.
La arquitectura viene de un pasado inmediato –cuarenta años de decadencia continuada son un episodio irrelevante en el marco de la historia–, en el que la competencia en el proyecto alcanzó un grado de calidad y de difusión desconocidos en épocas anteriores. Se trata de un pasado en el que la asunción de la subjetividad no supuso el abandono del impulso ordenador, sino que, por el contrario, el abandono del tipo y de los órdenes clásicos, como elementos estabilizadores de la forma, no conllevó merma alguna en la precisión y la intensidad formal de los edificios.
No parece, pues, que los criterios de proyecto modernos resulten demasiado sutiles y refinados para la visualidad de los arquitectos profesionales, si se atiende al excelente aprendizaje y a la rápida difusión internacional de tales modos de proceder, durante los años cincuenta y sesenta. Han sido la incompetencia y la insensibilidad de los críticos y profesores universitarios –respectivamente– las que han propiciado el cuestionamiento y el abandono de la arquitectura que había supuesto la mayor revolución estética de la historia –hace cincuenta años–, precisamente cuando estaba dando sus mejores frutos. En ese episodio –es justo reconocerlo- los arquitectos, acaso porque conocían el calado estético de lo que estaban manejando, fueron los últimos en abandonar sus criterios: solo cedieron cuando la presión de la crítica hizo tambalear sus claras –aunque, poco firmes– convicciones.
El abandono de los criterios modernos de forma se basó en el pretexto falso que, al internacionalizarse, la arquitectura moderna traicionó sus auténticos principios. La realidad es que –como se sabe–, cualquier sistema estético solvente tiende a la sistematización, constituyendo una tradición que enmarca y avala la experiencia personal: es una consecuencia de la universalidad de los criterios que enmarcan su práctica. El proceso que dio lugar al Estilo Internacional es una prueba inequívoca de que la arquitectura moderna era un modo nuevo de concebir, basado en la acción decisiva del sujeto y en una idea distinta de forma, en la que la igualdad, la simetría y la jerarquía se habían sustituido por la equivalencia, el equilibrio y la clasificación.
La irresponsabilidad y la falta de sentido histórico de unos y otros han determinado la pobre situación actual; una situación en la que –sin infravalorar el papel intrigante de la crítica– los arquitectos hemos de asumir la responsabilidad fundamental. Me refiero a una situación en la que la arquitectura –al menos la que goza de un mayor reconocimiento publicitario– parece que sólo es capaz de asumir su cometido productivo si renuncia a su propia esencia ordenadora. Una arquitectura que ha logrado notoriedad tras abandonar su competencia formadora, a cambio de un cometido subalterno, presuntamente ornamental. Un cometido que se quiere relacionar con el “espectáculo” por el efecto sorpresa en que se basan sus productos pero que, en realidad, se centra en la materialización de imágenes arbitrarias, banales y toscas, lo que aboca a sus autores a la extravagancia y al despilfarro.
30-IV-2008
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