Proyectar es construir

30/XI/2009

Observación elemental sobre el construir

En los últimos años, se ha generalizado el uso del término construir, lo que, en cierto modo, puede considerarse un fenómeno típico de recuperación de algunos ídolos de la conciencia moderna. Es como si, de repente, desde distintos ámbitos de la actividad, se hubiera reparado en el auténtico sentido de un proceso formativo hasta hace poco prácticamente reservado a la arquitectura y la ingeniería. En efecto, se comprueba en los medios como, desde las prácticas más dispares, se alude a la construcción de cualquier cosa: desde una prenda de abrigo hasta una vinagreta. Es curioso comprobar como los cocineros –por hablar de un oficio– han acabado por asumir la condición estructural de sus manjares, precisamente cuando la arquitectura de éxito ha renunciado a ella desde hace décadas.

El sentido banal del termino construir es el que lo identifica con hacer cualquier cosa, sin detenerse en cómo, precisando sólo: “con los materiales necesarios”. Hay, no obstante, otra acepción del término construir, procedente de la gramática, según la cual –generalizando el sentido a un ámbito más general– construir es ordenar y enlazar elementos con el propósito de obtener entidades de mayor complejidad y rango que aquéllos. Ordenar –es decir, ponderar, proporcionar, clasificar, disponer– y enlazar –es decir, vincular, relacionar, articular, conectar, acoplar, juntar, unir–, con el fin de obtener un ente que se caracterice por la “buena disposición de sus partes”; dotado, por tanto, de consistencia formal.

No hay duda de que la actividad constructora esencial del ser humano es el uso de la lengua: en efecto, para hablar, se parte de unidades significativas elementales –las palabras–, con las que se construyen unidades de forma básicas –las frases–, que estructuradas en párrafos dan lugar a un discurso. El propósito comunicativo primario de la lengua tiene como marco normativo las reglas de la gramática; unas reglas precisas que prescriben normas unívocas, orientadas a garantizar la funcionalidad del sistema: la eficacia comunicativa es, en efecto –en el caso de la lengua–, el criterio relevante.

La condición constructiva del uso de la lengua puede pasar desapercibida porque se aprende a hablar de manera inconsciente, en la niñez, y se cultiva de manera progresiva a lo largo de toda la vida. El aprendizaje de una lengua es, en realidad, la adquisición de una competencia para construir discursos de complejidad desigual, pero regulados por unos mismos criterios sintácticos.

Cuando se intenta hacer un uso literario de la lengua, lo que implica aspirar a la consistencia formal de la narración –es decir, a un uso cuya lógica no está determinada por criterios simplemente funcionales, sino estéticos–, las reglas de la gramática intervienen, en cambio, como materiales de escritura que se someten a una disciplina formal –es decir, constructiva– que trasciende la mera corrección sintáctica: el mismo propósito constructivo del discurso establece sistemas de relaciones que trascienden –sin contradecirlos, en ningún caso– los propios criterios de corrección gramatical. El propósito literario puede tensar las reglas de la gramática, en aspectos secundarios, pero habitualmente se apoya en ellas, como datos –materia prima, si se quiere– de una actividad que se orienta a objetivos que trascienden la mera legalidad sintáctica. De ese modo, se puede decir que hablar correctamente no es óbice para narrar bien: por el contrario, como es obvio a lo largo de la historia, se han considerado cualidades vecinas y complementarias.

El uso literario de la lengua se sitúa, pues, más allá de la construcción inconsciente que supone el mero hecho de escribir: desplaza la atención hacia la construcción narrativa; en otras palabras, el hecho de considerar el habla una facultad “natural” contribuye a poner el acento en la forma del relato. Hay prácticas, no obstante, en las que no suele darse tal reducción de lo constructivo al ámbito de lo artístico: son aquellas en las que la construcción del material primario de la actividad formativa –por así decirlo– no puede obviarse, ya que constituye un sistema técnico objetivo dotado de normas que hay que aprender: una de esas prácticas es la arquitectura.

La relevancia que adquiere la construcción material en la arquitectura es probablemente la causa de que, en ocasiones, el acoplamiento físico –material y objetivo– proyecte sombra sobre la relación visual entre los elementos constitutivos de la obra, es decir, sobre su construcción formal, objetivo esencial del proyecto. Esta sensación –que se puede achacar a una alteración cognoscitiva, análoga a la ilusión óptica en la percepción visual– favorece la conciencia de que la construcción, en arquitectura, quede reducida a la técnica que garantiza la consistencia material y augura la permanencia de los edificios. Una reducción inadmisible por cuanto ignora que la arquitectura se da, precisamente, en el encuentro de dos lógicas constructivas: la material y la formal.

 

Notas sobre arquitectura y construcción

Entre las ideas de arquitectura que proponen los manuales y tratados, la que –a mi juicio– se aproxima más a su naturaleza auténtica es la que la define como “la (re)presentación de la construcción”, es decir, como el control de la apariencia de un artefacto cuyo fundamento técnico y organizativo es insuficiente para determinar su configuración. En efecto, por una parte, el procedimiento constructivo con que se aborda el edificio no determina, por si solo, la imagen del objeto, y, por otra, los criterios de la construcción técnica tienen que comprender –o mejor, incorporar– los requisitos de la construcción espacial, es decir, de la organización interna del objeto, una organización –fruto de una actividad asimismo constructiva– que, en la mayoría de los casos, tampoco tiene una traducción visual inmediata.

Cuando hablo de re (re)presentar la construcción no quiero decir expresarla, exaltarla o reforzarla, para cumplir así con el cometido artístico del proyecto: me refiero a decidir su apariencia, teniendo en cuenta tanto la lógica constructiva material como la lógica constructiva de la forma, es decir, tanto las normas de la técnica utilizada para darle entidad material, como los criterios que rigen su organización interna.

La propia idea de (re)presentar la construcción de un objeto arquitectónico comporta, lógicamente, la mediación subjetiva de quien proyecta, lo que no debe confundirse con un furor expresivo determinado por imperativos personales. En realidad, se trata de una mediación en la que el sujeto actúa como miembro de una especie, constituida –asimismo– por otros sujetos, de quien cabe esperar que reconozcan los atributos del proyecto. Estoy hablando de una práctica formativa de naturaleza esencialmente visual: el conocimiento del objeto artístico es un (re)conocimiento de su identidad formal, es decir, de los valores que definen su calidad estética.

La arquitectura aparece, en efecto, cuando la propuesta tiene un grado de sistematicidad capaz de trascender el aspecto peculiar del caso concreto, sin renunciar, en cambio, a la característica propia que lo singulariza. Un ejemplo sobre pintura acaso me permita explicarme mejor: llamamos simplemente pintor a quien es capaz de reproducir “ese árbol”, dotándolo de los pormenores que lo identifican, es decir, que permiten reconocerlo. En cambio, llamamos artista a quien, además de reproducir “ese árbol”, en su pintura alude al “árbol, en general”, es decir, dota al cuadro de una dimensión universal relacionada con la forma genérica de lo que conocemos como “árbol”.

El proyecto de arquitectura no tiene por objeto representar un motivo de la realidad, sino (re)presentar –como se ha visto– la construcción concreta del edificio, es decir, el acoplamiento ordenado de espacios con que se da respuesta a un programa: un programa que, por cierto, no puede reducirse al mero inventario de requisitos funcionales. En efecto, el programa –que actúa, en realidad, como condición real del proyecto– se compone, sin duda, del conjunto de las necesidades de uso, pero además incluye: la configuración del solar, las normas urbanísticas del lugar, el presupuesto económico de la obra y –por último, pero con una incidencia determinante– el sistema constructivo. De este modo, la construcción espacial de un edificio debe incorporar, como condición de posibilidad, la construcción material del mismo.

Es evidente, por tanto, que las dos dimensiones constructivas de la arquitectura no pueden ser ajenas, ni –menos aún– independientes: sus lógicas respectivas están en interacción constante, de modo que cualquier decisión en una de ellas repercute necesariamente en la otra. A lo largo de la historia, la organización espacial ha estado íntimamente vinculada al sistema constructivo con que adquiere materialidad: el tipo arquitectónico, elemento básico del proyecto clasicista, es precisamente la entidad que aúna en un solo esquema la doble vertiente de la lógica del construir: la material y la organizativa.

Desde la arquitectura de la Grecia clásica hasta la del neoclasicismo ecléctico, propio del romanticismo tardío, el proyecto ha contado con un sistema constructivo que ha disciplinado tanto la organización como la apariencia del edificio. Es evidente que, en la mayoría de los casos, tal sistema tuvo un carácter virtual, es decir, fue más un horizonte sistemático que la manifestación fiel de una realidad constructiva. Un horizonte basado en la convención “gramatical” de los órdenes clásicos, que garantizó la dimensión universal del tipo. En este punto, quiero insistir en que es precisamente dicha universalidad lo que permite incorporar en el edificio las condiciones peculiares del lugar y el tiempo, sin renunciar a la condición sistemática esencial que caracteriza las obras de arte.

Si se recorren los distintos estilos que conforman la historia de la arquitectura, se constata que los sistemas de representación constructiva tienen habitualmente la virtualidad a que me he referido antes: su verdad se apoya en la coherencia que proporcionan a la obra que los soporta, no en la sinceridad con que se refieren a una técnica constructiva concreta. Hace casi siglo y medio que Konrad Fiedler se refirió a esa circunstancia, cuando declaró que “el problema del arte es de verdad, no de sinceridad”, es decir, que la verdad a la que se orienta el arte es una verdad entendida como una buena relación entre los elementos constitutivos de la obra, no una verdad como adecuación de los mismos a una realidad ajena o exterior a ellos. La lúcida declaración de Fiedler, en plena época romántica, contribuye así a aclarar la solvencia formal e histórica del clasicismo y, a la vez, a poner los cimientos del modo de construir la forma que caracteriza la arquitectura moderna.

  

La construcción de la arquitectura moderna

Así las cosas, el proyecto estético de la modernidad arquitectónica representa un cambio radical, tanto en el modo de concebir como en la noción de forma a la que se orienta el proyecto. Se pasa de un modo de proyectar, basado en la autoridad del tipo y en la sistematicidad de los órdenes clásicos, a una práctica subjetiva, encaminada a construir material y formalmente la arquitectura, sin otro instrumento de control que el sentido de la forma del autor, su modo de asumir unos criterios que, a diferencia de los clasicistas, no pueden definirse axiomáticamente. De todos modos, la importancia que adquiere el ejercicio de la subjetividad en el proyecto moderno no supone ningún relajamiento de la consistencia formal y la solvencia constructiva del edificio. No hay duda de que la asunción de la modernidad supone una dificultad que se pudo vencer gracias, sobre todo, a la revolución que había experimentado la idea de forma en la pintura.

El proyecto clasicista se apoya –como se ha visto– en tipos arquitectónicos, es decir, en estructuras organizativas avaladas por la tradición, y cuenta con el uso de los órdenes clásicos como disciplina capaz de ajustar la adecuación de estos tipos al caso particular que se afronta. En cambio, el proyecto moderno parte de relaciones arquetípicas –elegidas libremente por quien proyecta–, correspondientes a una idea de forma no jerárquica, que sustituye el criterio de unidad por el de dualidad; que reemplaza la igualdad por la equivalencia, y la simetría por el equilibrio.

El sistema adintelado –cuya representación constructiva ha presidido un sector significativo de la arquitectura durante la mayor parte de la historia– se generaliza, por fin, en el siglo XX, mediante la difusión de la estructura de acero y hormigón, de modo que la virtualidad del sistema constructivo clasicista se convierte en una realidad efectiva. La falsa plementería virtual que en el clasicismo llena el espacio que media entre la pilastra y el hueco, desaparece, en la modernidad, en tanto que el hueco deja de ser un orificio practicado en el muro, para convertirse en una simple ausencia e cerramiento: no hay motivo para seguir, en adelante, con el uso retórico de la ventana, residuo de un sistema constructivo superado prácticamente a mediados del siglo XIX.

La arquitectura moderna logra, en tres décadas, establecer un sistema constructivo –material y formal– capaz de constituir una alternativa real al producto de la elaboración y el perfeccionamiento a lo largo de cuatro siglos de clasicismo. A finales de los años cincuenta, se cuenta ya con un modo de concebir y una forma de proyectar relativamente generalizados, que se basan en criterios constructivos y formales modernos. Sin constituir, en absoluto, un estilo normativo –en el sentido de los estilos clásicos–, se generaliza una arquitectura que fue asumida desde ámbitos culturales y geográficos distintos y diferentes, debido a la universalidad de los criterios en los que se basaba; una arquitectura que colma la noción de Estilo Internacional, definida veinticinco años antes por Henry R. Hitchcock y Philip Johnson.

La arquitectura del siglo XX alcanzó, en efecto, una sistematicidad genérica que la crítica más distraída interpretó como mera repetición mecánica de un cliché; una sistematicidad que, en la medida que contempla estructuras universales, facilita la respuesta específica a situaciones peculiares, mediante edificios dotados de una identidad formal clara y precisa. Las características especiales de un modo de concebir que aproxima la construcción material y formal de los edificios –como había ocurrido a lo largo del clasicismo– permitieron su difusión rápida, lo que contribuyó a generalizar un nivel de calidad inusual hasta entonces. No obstante, una crítica miope, empeñada en la instauración de una modernidad costumbrista –que sólo existía en la mente de media docena de críticos y algunos arquitectos–, logró jubilar la modernidad auténtica, precisamente cuando estaba dando sus mejores frutos.

Si bien durante los primeros años los arquitectos continuaron proyectando de acuerdo con los criterios modernos, la relevancia social que habían adquirido las revistas determinó el abandono progresivo de un modo de proyectar solvente y contrastado, a cambio de un puñado de buenas intenciones, por lo común ajenas a la arquitectura y, generalmente, de carácter moral.

La confusión frecuente del juicio estético con el juicio moral –y la reducción de este último a convertir en valor el simple hábito creado por la costumbre– ha provocado a menudo el deslizamiento de los problemas de la forma hacia cuestiones de “sinceridad constructiva”, dando por sentado que la mera fidelidad a un procedimiento es un valor artístico en sí mismo. La doctrina que da soporte al brutalismo se basa precisamente en el prejuicio de la sinceridad, como vía por la que recuperar –siempre a juicio de Reiner Banham– el auténtico sentido técnico de la arquitectura moderna.

Con independencia de la falsedad esencial de tal simplificación, el empeño expresivo con que habitualmente se aborda la técnica desde este tipo de actitudes ha acabado pervirtiendo su propio cometido constructivo, y ha dado lugar a la serie de “estilos tecnológicos” que periódicamente aparecen en la escena como una constante llamada de atención al resto de “estilillos” que pugnan por hacerse un lugar en la prensa.

El abandono de los criterios de la modernidad desde posiciones “realistas” o “historicistas” provocó, paradójicamente, un efecto similar al que había producido el brutalismo, a pesar de que éste parecería situarse en sus antípodas estéticas: si el recurso a la técnica como medio expresivo pervierte su cometido en el proyecto de arquitectura, la defensa de actitudes evocativas, basadas más en la gestión sentimental de la imagen que en la construcción de la forma, supone asimismo una renuncia explícita a la condición constructiva del proyecto, en su doble acepción: material y formal.

Durante la segunda mitad de los años sesenta y toda la década de los setenta, las revistas y los eventos dedicados a la arquitectura se caracterizaron por la hegemonía de tres doctrinas –lideradas por Robert Venturi, Aldo Rossi y Peter Eisenman, respectivamente– que trataban de poner orden a la situación de desconcierto provocada por el expeditivo y precipitado abandono de la modernidad. Con un talante claramente vanguardista –en tanto que partían de sistemas normativos dotados de notable consistencia interna y que mostraban, además, un evidente propósito inaugurador–, se instituyeron tres ámbitos doctrinales cuyos desarrollos iniciales respectivos se mantuvieron ajenos entre si pero que, en realidad, resultaron complementarios, cuando menos en la medida en que se constituían sobre tres ídolos de la conciencia moderna: la función, la razón y la forma.

La prioridad del discurso sobre el proyecto determinó que la arquitectura con que se presentaban las respectivas posiciones acabase siendo la mera ejemplificación de una teoría cuya mayor virtud es su eventual consistencia lógica. A principios de los años ochenta, publiqué un libro titulado Arquitectura de las neovanguardias (1983), en el que traté de dar cuenta del fenómeno, así como de relatar de qué modo el fundamento teorético de las posturas determinó el escepticismo con que se acabaron las tres “aventuras”, como hechos autónomos: la situación creada dio lugar al revoltijo figurativo –basado en un sincretismo teórico oportunista y banal– que se vino a denominar posmodernismo.

De todas maneras, más allá de la “reducción a la imagen” que dio lugar al posmodernismo canónico, la aparición del concepto como agente conformador –introducido por los realismos, pero confirmado por las neovanguardias– acabó de certificar la renuncia a la construcción, a favor de la “metáfora”. La hegemonía del concepto en la arquitectura más celebrada provocó un cambio del perfil del arquitecto: en adelante, la figura del constructor de proyectos cedió el paso a la del mero gestor de imágenes, aunque sin olvidar la autoridad suprema de los criterios conceptuales.

Este fenómeno tuvo –y sigue teniendo– una incidencia decisiva en la profesión y –como no podía ser de otro modo– en la enseñanza: tanto en la mentalidad y las características del profesorado –cuyo criterio de selección pasó en pocos años, de la solvencia profesional a la capacidad fabuladora– como en el perfil de los estudiantes, ya no determinado por el “sentido de la forma” –cualidad que, a juicio de Le Corbusier, caracteriza al verdadero arquitecto–, sino teñido por una idea vaporosa y quimérica de la concepción.

No cabe duda de que la banalización progresiva del entorno físico ha mermado la sensibilidad –por la forma y por todo– de la mayor parte de los ciudadanos; de todos modos, estoy convencido de que aquellos que han conseguido cultivar su capacidad de intelección visual no suelen abundar entre los alumnos de las escuelas de arquitectura: el cine, la fotografía o la publicidad son algunas de las actividades que probablemente acogen la mayor parte de esos colectivos minoritarios.

En adelante, la arquitectura no se ha entendido ya más como “la (re)presentación de la construcción”, sino que se ha planteado como la “materialización de un concepto”, propósito en el que la construcción interviene como mero recurso para solucionar un problema, ya no como el marco sistemático constructivamente eficaz cuya concreción material constituye el objetivo de la arquitectura.

 

Constructores de ideas

La arquitectura de las tres últimas décadas se ha basado en la creencia de que el Estilo Internacional –modo claramente peyorativo de referirse a la arquitectura auténticamente moderna– pervertía el fundamento de la arquitectura moderna, en su intento de sistematizar una arquitectura que –a juicio de una crítica miope e inconstante– había prometido reproducirse en forma de “innovación perpetua”. La generalización de ese sentimiento provocó un giro en la consideración de la arquitectura y el proyecto, que abrió el camino de la posmodernidad real: en efecto, la creencia de que la arquitectura moderna había renunciado a sus principios determinó la acusación de estilismo a lo que –como se ha visto– fue un modo de concebir contrastado, alternativa real de la tipología clasicista.

La “idea” –el “concepto”, según otros– fue considerada, en adelante, el parámetro de referencia y, a la vez, de verificación de las decisiones de proyecto. Una idea que, en la medida que procede de una intención –simple deseo, en muchos casos–, se aparta de la noción de idea de la Grecia clásica, prácticamente análoga a la forma. No es ahora el momento para abordar esta cuestión en profundidad, pero no quisiera dar pie a que se malentendieran mis ideas: no pretendo negar que el proyecto necesita un planteamiento, es decir, una toma de posición ante las circunstancias en que se da, que generen unos objetivos básicos. La idea que critico no tan sólo no puede identificarse con el necesario planteamiento, sino que, a menudo, surge precisamente como efecto compensatorio –más o menos inconsciente– de la ausencia de éste.

Mis objeciones se dirigen a “la idea” tal como se ha utilizado durante las últimas décadas, es decir, entendida como mera descripción verbal de un propósito, a la que no se le exige más que su formulación verbal –incluso deficiente, en ocasiones–, para acreditarle una solvencia capaz de legitimar la arquitectura y legalizar el proyecto: el planteamiento no cierra puertas al desarrollo del proyecto; “la idea” operativa, sí. Pero, acaso el efecto más pernicioso de “la idea” –con relación al tema de esta reflexión– es que, en la medida que asume la autoridad ordenadora del proyecto, sitúa el criterio de valor en la adecuación del objeto a sus propósitos, es decir, en el exterior del artefacto – al margen de su coherencia interna–, con lo que se reinstaura la mimesis, ahora ya no respecto al sistema –como ocurría en el clasicismo– sino respecto a las meras intenciones de quien proyecta. Tal noción de calidad –“como adecuación a la idea”– introduce una clara involución respecto al proyecto moderno, en cuanto obvia la construcción –material y formal– como criterio esencial de la consistencia de las relaciones que definen la identidad del objeto.

La extrapolación mecánica de la expresión “arte como expresión de una idea” –que, referida a la pintura, vendría a significar: “proclamación solemne de un valor o convicción”– determinó que también la arquitectura fuera entendida como “expresión de una idea”, confiando en que la adecuación del edificio a lo que establece “la idea” permitiría obviar la consistencia formal que –como se sabe– ha avalado la calidad de la arquitectura durante toda la historia.

Este fenómeno, cuya incidencia negativa en el ámbito del proyecto no se ha valorado como merece, propició el abandono de la dimensión constructiva de la arquitectura –en su doble acepción: material y formal–, para asumir un cometido iconográfico, disciplinado por el solo propósito de “expresar –o, simplemente, comunicar– la idea”. Un cometido que –como se ha visto– pervierte el propio fundamento de la arquitectura, en tanto que renuncia al propósito constructivo esencial del proyecto y se orienta a la traducción figurativa de un concepto arbitrario, proclamado libremente por quien proyecta, sin otra disciplina que las fluctuaciones de su estado de ánimo.

No es de extrañar que el imperio de la “imagen sin forma” –es decir, el universo de una realidad basada en una apariencia determinada por un concepto– haya provocado una notable pérdida de tectonicidad en la arquitectura contemporánea. Una tectonicidad que no debe confundirse con la expresión de lo tectónico –de lo constructivo–, sino que hay que entender como la propia condición de lo construido, al margen de la técnica utilizada para ello. Muchos de los edificios que en la actualidad se consideran referencias absolutas no sólo no parecen construidos en términos materiales –ya que la técnica ha intervenido únicamente para hacer posible la “fantasía” que los anima–, sino que tampoco parecen haber sido estructurados de conforme a un orden reconocible por su precisión y sutileza: tal es la banalidad e inmediatez con que acoplan los episodios que los componen.

No quiero dejar pasar la ocasión para dedicar cuatro líneas a la deconstrucción, doctrina efímera –pero de notoriedad indudable– que ilustra de manera ejemplar el fenómeno que acabo de describir. Tras el impacto del término –galicismo pedante e insensato– se oculta un propósito pintoresquista que se asienta en una intolerancia por los vínculos sutiles y en una pasión simultánea por las colisiones obvias entre residuos de arquitectura convencional. Un entusiasmo infantiloide por el desmontaje, junto a una irrefrenable afectación en el (re)montaje, suscitaron entre los adeptos a la cofradía la ilusión de que estaban ante una idea distinta de orden.

Analizado sin pasión, se trata, en realidad, de un intento de convertir en valor la propia dificultad para ordenar y vincular la materia, amparándose en el pretexto trivial de que en la naturaleza también se dan situaciones aberrantes. Sin otro criterio de orden que una subversión candorosa de la mera regularidad, el deconstructor actúa al dictado de un servilismo funcional que acaba tranquilizando tanto su conciencia quebradiza como el ánimo del destinatario de sus productos. El despilfarro económico y la chapuza constructiva son las condiciones de una doctrina que, durante los años noventa, añadió sal gruesa –sin un ápice de humor que la redimiera– al declive continuado por el que transita, desde hace décadas, la arquitectura de más éxito.

En el extremo opuesto –aunque coincidiendo en el tiempo y en el espacio–, el minimalismo se basa en un atributo fácil de advertir, aunque irrelevante desde el punto de vista del arte: lo mínimo. El lanzamiento de esta doctrina es una reverberación atípica de un movimiento artístico que ocupó a unos cuantos pintores norteamericanos hace unos cuarenta años. Un movimiento que resulta difícil evaluar, si se prescinde del contexto artístico de ese momento, y que tiene poco que ver con su versión arquitectónica actual, basada en el prejuicio costumbrista de que “lo mínimo es bello”. Sin otro fundamento que la noción más coyuntural de gusto, el minimalismo se ha valido de cierta arquitectura moderna de calidad para legitimar unas obras actuales de interés y calidad desiguales, cuyo único vínculo es un simple aire de familia, más relacionado con la escasez y la desnutrición que con la intensidad que el criterio de economía bien entendido provoca a la práctica del arte.

Con todo, hay que reconocerle el mérito de aproximar algunos arquitectos de trayectoria claramente posmoderna a ciertos tópicos de la modernidad: en realidad, el minimalismo ha sido la vía por la que sectores amplios de la profesión –caracterizados por su disponibilidad estilística, acostumbrados a tener que cambiar de tercio cada lustro, o poco más– se han vuelto a interesar por la arquitectura moderna.

El oportunismo crítico y la indolencia teórica que propiciaron el éxito de la doctrina han acabado teniendo –una vez más– un efecto imprevisto: es impensable la difusión que ha tenido en la última década el “estilillo internacional” –es decir, la universalización de cierta arquitectura producida por aglomeración de tópicos “modernos”–, si no se tiene en cuenta el efecto de reclamo estético que ha tenido el minimalismo.

En definitiva, cuando la arquitectura que goza de más notoriedad parece haber renunciado definitivamente a construir, como actividad específica del proyecto, se habla de “constructores de conceptos” para referirse a los arquitectos de más éxito, cuando en realidad se debería hablar de “imaginadores de antojos”.

La miopía –visual y epistemológica– que caracteriza a la mayoría de los críticos de arquitectura les ha impedido advertir el papel constructivo esencial de la subjetividad moderna. En su propensión congénita a la banalidad, muchos críticos han reducido tal noción de subjetividad trascendente al simple ejercicio de lo personal, lo que anula cualquier posibilidad de experiencia de la obra, al carecer de valores capaces de trascender su mera presencia: no cabe otra relación con ella que el mero acatamiento.

La construcción, entendida como el acto de “ordenar y enlazar”, que ha constituido el fundamento de la arquitectura en todas las épocas, se ha convertido, en la arquitectura actual más celebrada, en la mera yuxtaposición incompetente de fragmentos espaciales y materiales, sin otro propósito que colmar la insatisfacción de políticos y críticos profesionales. La renuncia a enmarcar la práctica del proyecto en un proceso histórico y la resignación con que se afronta el proyecto de arquitectura sin tener conciencia de su sentido cultural han convertido al arquitecto de éxito en un personaje a medio camino entre el “creativo publicitario” y el “bufón de la corte”.

El desprecio actual de la técnica por parte de sectores significativos de la arquitectura les lleva a confiar en ella sólo como solución técnica a “imaginaciones” generalmente atectónicas –es decir, desordenadas e inconexas–, cuya materialización suele acabar constituyendo –además de una ostentación de mal gusto– un despilfarro innecesario. El abandono de la construcción formal y el desprecio de la construcción material han propiciado la irrupción de esos mismos sectores en las ciudades con artefactos grotescos que el paso del tiempo no conseguirá desvanecer, ni mucho menos redimir.

  

A modo de conclusión

Me he referido hasta aquí a la doble vertiente de la construcción en arquitectura: material y formal, así como a la proximidad de ambas, tanto a lo largo de la historia como en la arquitectura moderna. Para concluir, insistiré en que la construcción material es un instrumento para concebir, no una técnica para resolver: por definición, no determina la solución, sino que propicia decisiones cuyo sentido necesariamente han de trascenderla; su destino es contribuir decisivamente, a la sistematicidad congénita del edificio, a aquello que lo convierte en arquitectura. La construcción es la condición de la arquitectura, y la tectonicidad, un valor inequívoco de sus productos: cualquier edificio banal mejora sustancialmente con sólo tener en cuenta los aspectos constructivos que se han previsto para su realización.

Del mismo modo que no se puede conocer sin la condición que supone el uso de la lengua, no se puede concebir un universo espacial ordenado sin la conciencia sistemática que proporciona la construcción; naturalmente si por concebir se entiende formar un objeto genuino, dotado de sentido histórico y consistencia formal.

En pocas palabras –para concluir–, si se quiere contemplar un futuro en el que la arquitectura asuma un cometido análogo, siquiera lejanamente, al que desempeñó en otros momentos de la historia –una hipótesis que, convendrán conmigo, resulta cada vez más improbable–, hay que recuperar para el proyecto tanto el sentido común como el sentido de la forma, con la convicción de que no hay proyecto sin materia y, sobre todo, con la asunción de la evidencia de que proyectar es construir.

 

30-XI-2006

 

 

 

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