Vuelta a la tradición moderna

23-III-2009

Los arquitectos llevamos cuarenta años navegando a la deriva: sin propósito ni rumbo, nos hemos acostumbrado hasta tal punto a los zigzagueos de la coyuntura que esos derroteros azarosos nos parecen ya un itinerario natural. Se nos explicó, hace medio siglo, que la modernidad era una búsqueda constante de lo desconocido: al parecer, en ese proceder aventurero y errático estribaba la esencia de lo moderno.

Produce escalofríos pensar en la idea de lo moderno que debía tener –por ejemplo– Walter Curt Behrendt, para que, ya en 1937 –cuando la Ville Savoye todavía olía a pintura–, instara en su Modern Building (Nueva York, 1937) a abandonar la “forma mecánica”, a favor de la “forma orgánica”, pues era mucho más amable, dúctil y, en definitiva –a su juicio–, más adecuada a la vida de los seres humanos. Se trata de la primera y más precipitada descalificación de la modernidad de entre las muchas que le iban a suceder. No es tanto la miopía que denota el calificativo mecánica –como equivalente a abstracta, es decir, universal–, cuanto la grosería que hay en la celebración de lo orgánico, haciendo abstracción de los procesos que lo rigen. En efecto, jamás lo orgánico fue tan desconsiderado como en el organicismo arquitectónico del siglo XX, una doctrina que encontró precisamente en el texto de Behrendt un argumento de autoridad: es una muestra de atolondramiento calificar de orgánica a la mimesis artificial e inmediata de configuraciones naturales que deben su estructura a procesos de evolución y crecimiento desarrollados en el tiempo.

Sirva el caso del Walter Curt Behrendt para ilustrar el empeño en jubilar la arquitectura moderna, ya desde sus inicios: antes de que hubiera podido mostrar un rostro adulto, ya había quien proponía relevarla. En realidad, muy pocos –de entre los que, por su condición de críticos, se vieron obligados a explicarla– conocían su fundamento estético: la novedad de sus productos dejó sin aliento a quienes conocían del arte poco más que como expresión de “los valores y mitos de la sociedad en el que aparece”. A falta de una explicación más convincente, se difundió la idea de que la arquitectura moderna era consecuencia directa de una nueva moral o una nueva técnica, identificada con el espíritu de la máquina. Como no podía ser menos, se hacía constar que había recibido la influencia “figurativa” de las vanguardias pictóricas.

Naturalmente, la arquitectura moderna, si bien surge en esas condiciones, no puede explicarse por ninguna de tales circunstancias: el arte –la arquitectura– no refleja inmediatamente los valores de la sociedad y sólo cuando es falso se convierte en caricatura de las patologías sociales. El efecto premonitorio que ha tenido la arquitectura del espectáculo respecto a la debacle financiera a la que asistimos es una prueba fehaciente de ello: los analistas financieros harían bien en analizar detenidamente los mitos arquitectónicos para adivinar los comportamientos futuros de la bolsa. Cuando las aberraciones se presentan –y se asumen– como genialidades, nada es lo que parece.

La arquitectura moderna debe su fundamento estético a la nueva idea de forma propuesta por las vanguardias pictóricas constructivas –neoplasticismo, suprematismo y purismo–, y emerge en el marco de unas condiciones técnicas y sociales que no se habían dado a lo largo del siglo XIX. La arquitectura moderna se apoya en una nueva idea de forma, que basa su consistencia en el equilibrio que se funda en la equivalencia, ya no en la simetría, basada en la igualdad.

De todos modos, la nueva idea de forma no basta para explicar el fenómeno: el nuevo cometido del arquitecto moderno –liberado de la constricción que supone la tipología clasicista– es un factor determinante de la nueva arquitectura. La aparición de nuevos programas funcionales y constructivos crea la impresión de obsolescencia de los viejos tipos arquitectónicos que –con ligeros retoques– habían permanecido vigentes durante cuatro siglos. El arquitecto moderno puede abordar, por fin, un edificio como un acto de concepción, no de ajuste de un tipo convencional a una situación peculiar.

Es evidente, pues, que el paso definitivo del clasicismo a la modernidad reside en el abandono del tipo, a favor de la concepción. Ahora bien, es evidente también –la historia nos da cuenta de ello– que cualquier sistema estético solvente tiende a la construcción de arquetipos, como prueba de que su capacidad constructiva –de índole racional– no excluye la aportación de la experiencia. Sólo quien no alcanza ni a atisbar la revolución en la construcción formal que supone la modernidad puede creer que se trata de un modo de proceder basado en la invención constante, sin otro criterio que un irrefrenable afán de novedad: la experiencia de cuatro décadas de mediocridad –siendo indulgente- en nombre de la “innovación”, y el interés –no por más superficial, menos notorio– que despierta desde hace años la arquitectura moderna deberían bastar para disuadir de ello a quienes todavía sueñan en un futuro posmoderno que jubile definitivamente la arquitectura moderna. No sé si ese relevo va a suceder, ni cuándo: en cambio, estoy convencido de que, a tenor de lo visto en las últimas décadas, la arquitectura moderna desaparecerá por la incompetencia y la insensibilidad de los arquitectos más atentos a las peroratas de los críticos, y no porque se haya dado una superación estética –es decir, histórica– del sistema.

Al identificar la ruptura que supuso la modernidad respecto del clasicismo con el modo de proceder genuinamente moderno, se creó el mito de la innovación constante, con lo que se legitimaba el abandono de la tradición como forma de transmisión del saber y como acervo del saber acumulado. En unas condiciones desconocidas hasta entonces, sin marco estético de referencia y con el único valor confesado de la celebración de la “novedad”, la práctica y la enseñanza de la arquitectura son probablemente las únicas actividades humanas que llevan cuarenta años sin disponer de un conocimiento acumulado que acompañe a la acción. Al abandonar la tradición, se prescinde de la memoria, lo cual supone renunciar al rasgo distintivo de la especie humana.

No cabe duda de que –desde la perspectiva de la crítica– el proyecto es coherente: la renuncia a la tradición propicia la propuesta de alternativas ligeras y banales, ya que el acervo a relevar es inexistente: el Art Nouveau no pasó de ser un intento coyuntural, de existencia efímera, porque pretendía sustituir un sistema estético –el clasicista– de mucha mayor entidad –es decir, potencia, versatilidad y consistencia–, desarrollado y verificado a lo largo de más de cuatro siglos. De haber surgido en una época sin tradición, su vigencia habría sido probablemente análoga, aunque la sensación de impertinencia histórica que supuso el movimiento seguramente habría sido menor.

Aunque es probable que no se tratara de una operación elaborada conscientemente, se diría que la anulación de la propia noción de tradición –por considerarla una rémora que impedía el progreso de la arquitectura– estaba preparando el terreno a la serie de conjeturas y ocurrencias que a lo largo de la segunda mitad del siglo XX iban a amenizar el panorama siempre imprevisible de la arquitectura. En realidad, ningún hecho fue anterior al otro, sino que se activaron mutuamente: la proliferación de propuestas alternativas anulaba la idea de tradición y la desaparición de la tradición en el horizonte del proyecto propiciaba la aparición de propuestas alternativas.

Quisiera sólo mencionar la inoportunidad flagrante de la actuación de los reformadores: las críticas a la arquitectura moderna se iniciaron –y produjeron sus mejores arengas– en el momento en que la arquitectura estaba produciendo sus mejores edificios: en la segunda mitad de los años cincuenta. Hasta tal punto los críticos inventaron el adversario que no repararon en que sus dardos se perdían en el vacío: da escalofríos pensar que la Torre Velasca, de BBPR, emblema de la regeneración historicista liderada por Ernesto N. Rogers, es estrictamente coetánea del Seagram Building.

La arquitectura latinoamericana –cuando menos durante las décadas iniciales– se construyó al margen de las disquisiciones que llevaron a los críticos europeos a proclamar la urgencia de una revisión de los principios de la arquitectura moderna, una revisión que –en realidad– logró acabar con los criterios de proyecto que sustentaron la mejor arquitectura de la reconstrucción, con la promesa de un recambio “más amable” que todavía está por llegar.

Los arquitectos que lideraron la difusión de la modernidad arquitectónica en Latinoamérica se habían formado en el clasicismo, lo que les dio una mentalidad sistemática que convenía a la nueva arquitectura, por una parte, al tiempo que aprendieron a proyectar mirando la arquitectura concreta –en las revistas o en sus viajes–, y no leyendo textos críticos o programáticos. Esta segunda circunstancia les permitió tener un acceso más fresco a la forma moderna, sin las adherencias ideológicas que le atribuyó una crítica miope que jamás entendió de lo que hablaba y que se empeñó desde el principio –como se vio– en pasar página cuanto antes.

De todos modos, probablemente el rasgo que más distanciaba la actitud de los arquitectos latinoamericanos frente a las proclamas de los críticos europeos es que, mientras estos denostaban la internacionalidad de la arquitectura moderna, por considerarla contraria a sus formulaciones iniciales –haciendo gala de una ligereza inexplicable–, aquellos veían en el internacionalismo de la arquitectura moderna una ocasión para conferir a sus obras una identidad abstracta –es decir, universal–, ajena a la sensación de dependencia que creaba el clasicismo colonial. La coyuntura cultural y la situación económica favorecieron el florecimiento de la arquitectura en Latinoamérica durante las décadas centrales del siglo XX, lo que contribuyó a que sus países se convirtieran en una de las mayores –y mejores– reservas mundiales de arquitectura moderna.

El desarrollo de la modernidad en Latinoamérica no fue tan plácido como su arranque: los críticos adquirieron una autoridad progresiva frente a los profesionales y –alineados con las actitudes revisionistas de los críticos europeos, aunque con un mayor grado de candor teorético– propiciaron el abandono de los criterios de proyecto que llevarían la arquitectura latinoamericana, durante los años cincuenta y sesenta del siglo XX, a las cotas más altas de calidad de la arquitectura mundial.

Como consecuencia de tal situación, en las últimas décadas se ha desarrollado en Latinoamérica una tendencia compulsiva a la verbosidad –sin causa ni propósito–, que se convierte en una auténtica catarata epistemológica que nubla el conocimiento. En el extremo opuesto de la auténtica teoría, que intenta explicar los fenómenos que escapan al sentido común, se ha generalizado un tipo de perorata incomprensible –porque no contiene nada que deba ser comprendido– que introduce confusión en las situaciones más transparentes: la insensibilidad constitucional de los críticos les lleva a ignorar los valores de la gran arquitectura de sus países –obras con las que la modernidad alcanza la madurez y las más altas cotas de excelencia–, y a alinearse con las banalidades más flagrantes de sus colegas europeos. Probablemente celosos de los profesionales que –como no puede ser de otro modo– llevaron la iniciativa en la construcción y difusión de la modernidad en Latinoamérica, los críticos decidieron pasar a la acción asumiendo un cometido adoctrinador que es totalmente ajeno a su función.

En una demostración ejemplar de la máxima “El discurso inhibe el juicio”, la mayor parte de los críticos de arquitectura latinoamericanos se mostraron insensibles ante la gran arquitectura de sus respectivos países y legitimaron –cuando no construyeron ellos mismos– la propuesta de “mitos nacionales”, que, por lo común, no sólo no son los mejores arquitectos de sus países, sino que ni siquiera figuran entre los más destacados.

El profesional necesita –como se ha visto– un marco estético y operativo en el que inscribir su práctica: está formado para proyectar con criterios convencionales, cuya elaboración trasciende su responsabilidad, no para replantear cada pocos años los criterios en que basa su acción. En esas condiciones, es habitual que el profesional dependa del “intelectual”, lo que no quiere decir que, en el ámbito de la arquitectura, o del arte, en general, dicha sumisión sea razonable: en efecto, el “intelectual” suele extraer sus deducciones de conceptos de naturaleza racional; unos conceptos –belleza, sociedad, ideología– cuyo sentido no variaría si no existiese realmente la arquitectura concreta: en el mejor de los casos, inscribe sus deducciones en la “estética filosófica”, es decir, en un ámbito del pensamiento en el que la razón elabora sentencias sobre conceptos más o menos referidos a unos objetos de naturaleza y consistencia imprecisas, que se ha convenido en denominar obras de arte.

El arquitecto no actúa con conceptos de naturaleza racional, sino que produce juicios sobre –es decir, reconoce– valores formales en objetos, a partir de datos proporcionados por los sentidos. No cabe duda de que el juicio no se elabora en el ojo –en el caso de la arquitectura; en el oído, en el caso de la música–, sino que interviene la inteligencia, aunque en un proceso atípico en el que confluyen los estímulos que proporcionan la visión y la capacidad intelectiva de la razón, con el concurso imprescindible de una mirada cultivada, una mirada que –como se ha visto– presupone enmarcar la acción de los sentidos en patrones de naturaleza racional. Aquí se halla el fundamento de la superación del racionalismo cartesiano, es decir, el sentido de la gran aportación de Immanuel Kant, tanto a la teoría del conocimiento como a la estética moderna.

No quiero insistir más en una cuestión que supera los límites –y, sobre todo, el propósito– de este escrito, pero tampoco quisiera dar pie a que mi reflexión pueda considerarse el fruto de un prejuicio infundado.

Pocos negarán la tendencia –más generalizada de lo que sería deseable– en Latinoamérica a establecer el “discurso teórico” como una realidad alternativa a la arquitectura; un discurso desprovisto de cualquier dimensión crítica y carente de toda eficacia operativa, que lo ha convertido en una glosa ritual de cualquier fetiche doctrinal de los que periódicamente lanza el mercado, que en realidad actúa como legitimación intelectual de la desorientación.

Cuando visité Latinoamérica por primera vez, doce años atrás, me sorprendieron dos hechos: la gran calidad de su arquitectura moderna y la desorientación –es decir, la dependencia de las modas más banales– que campeaba entre sus profesionales, críticos y docentes. No había que ser adivino para presagiar una situación propicia para la vuelta a la tradición moderna: no por un acto de lucidez histórica –poco previsible, en estos tiempos–, sino por un mínimo reconocimiento del más elemental sentido común. Tras varias décadas de doctrinillas arquitectónicas, tan toscas a la mirada como impermeables a la técnica, los profesionales empiezan a “descubrir” las excelencias de la arquitectura de sus padres.

A lo largo de estos años de contacto intenso y constante con arquitectos latinoamericanos más o menos comprometidos con la docencia, he constatado un interés renovado por la propia arquitectura moderna y, como consecuencia, por la modernidad arquitectónica en general. Un interés cuyo horizonte es la recomposición de una tradición que jamás se debió abandonar: como he señalado al principio, sin tradición no hay progreso. La aparente paradoja que encierra esta sentencia se desvanece si se tiene en cuenta que la propia resistencia al cambio que supone la tradición garantiza que se trata de una auténtica transformación, no de un retoque cosmético. Sabemos, por experiencia de la historia –y por la propia naturaleza de lo artístico–, que las auténticas transformaciones en el mundo del arte ocurren sólo en contadas ocasiones: no cabe duda de que, en ausencia de la memoria, cualquier conjetura se convierte en un verdadero programa, capaz de seducir a legiones de arquitectos a la deriva.

Cincuenta años más tarde, cada vez abundan más las iniciativas que tratan de restituir la arquitectura moderna latinoamericana en el lugar que le corresponde, no sólo como un acto de justicia histórica, sino como una conducta interesada: la recomposición de la tradición moderna es la única vía por la que se puede recuperar una práctica profesional que mejore la situación actual –que resultaría cómica si no resultase tan trágica–, en la que el arquitecto se ve zarandeado en sus exiguas convicciones por las mínimas vicisitudes de la coyuntura.

Que nadie se haga ilusiones de que el propósito de recuperación que se atisba restituirá la arquitectura a la situación de hace medio siglo: la historia –como es sabido– no se repite, o se repite de malas maneras. De todos modos, el hecho de que probablemente el mundo futuro se construirá sin el concurso –modesto, pero apreciable– de los arquitectos no autoriza ni justifica a mantenerse durante más tiempo en la desorientación y la consiguiente incompetencia: además de atender a la demanda del mercado, el arquitecto de cualquier época tiene –y debería sentir– la responsabilidad de la historia. Una responsabilidad que le afecta como ser inteligente y sensible, cuya asunción determina el sentido de su acción en el mundo: el acto previo de dicha asunción es el reconocimiento del ciclo estético en el que se inscribe su práctica. El empeño en conocer tal marco de referencia le llevará, necesariamente, a recuperar de algún modo una tradición en la que basar su actividad constructiva, que evite la deriva azarosa a la que está sometida su profesión.

No sé si la quiebra financiera que oscurece el horizonte favorecerá la recomposición de los valores –es decir, la recuperación de los criterios– en el proyecto de arquitectura: probablemente, moderará –al menos de momento– ciertos excesos presupuestarios en la construcción de edificios, lo que contribuirá, sin duda, a reducir la grosería y la estupidez que han menudeado en ciertas construcciones “emblemáticas” de los últimos años. Es poco probable que las condiciones del mercado que se avecina –en primer lugar, el de la seducción política– den pábulo a la calidad visual, como atributo esencial de la construcción de las ciudades: no parece que el rumbo de la humanidad se oriente hacia objetivos tan “intangibles”. Lo que parece poco discutible es que, si se quiere –aunque sea sólo por solvencia profesional, o por simple autoestima– optar por producir una arquitectura que esté a la altura del tiempo histórico y no desmerezca sus antecedentes próximos, no hay otra vía que recuperar los valores y volver a aprender los criterios de la modernidad: una modernidad cuya vigencia aparece confirmada por la inocuidad de los sucesivos intentos de sustituirla –como se ha visto– desde sus inicios. Unos criterios que, para un arquitecto actual, han dejado de ser propósitos y se han convertido en materia prima del proyecto, sobre la cual deberá ejercer su acción ordenadora. Sólo así se actuará en el marco de una modernidad auténtica, libre del mito comercial de la “innovación” y comprometida en la construcción de episodios genuinos, es decir, auténticamente originales.

 

23-III_2009

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