Fundación Amilcar de Castro
VolverLa escultura de Amílcar de Castro me interesó desde que la conocí. Ser escultor durante la segunda mitad del siglo XX -como ser pintor, músico o arquitecto- no es una decisión trivial, si se considera la práctica artística algo mas que un simple quehacer tan divertido como prescindible.
Amílcar supo acotar su campo de acción de modo que la economía no supusiera pobreza, la claridad no comportase esquematismo y la intensidad no lo abocase a la afectación y el aparato.
En ningún caso la escultura de Amílcar de Castro se reduce al concepto con que la describiría un notario, siempre va más allá del criterio que la generó: aborda lo formal trascendiendo “la idea”, por otra parte, siempre explícita a modo de cebo para atraer precipitados y pedantes.
Sirva mi breve glosa de esa escultura para dejar claro que la aprecio de verdad, como aprecio la pintura de Rothko o los ejercicios formales y plásticos de Klee.
Mi arquitectura se benefició de tal admiración en cuanto que me propuse proyectar una eventual Fundación Amílcar de Castro, sin conocer si existe una institución similar, solo movido por el deseo de proyectar un espacio para la contemplación y reflexión y difusión de su obra escultórica.
Ya había experimentado con el arquetipo basado en una dualidad -positivo/negativo-, que encuentra un referente ejemplar en el en el Museo Albright Knox (1962), de Gordon Bunschaft/SOM, en Buffalo. En este proyecto me intervino de manera decisiva el porche que define el ámbito urbano del nuevo Ayuntamiento de Toronto (1958-65), de Viljo Revell, edificio asimismo deudor del arquetipo dual lleno/vacío.
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